martes, 24 de septiembre de 2019

Un triste récord electoral

Aún recuerdo cuando a todos nos alegraba ir a votar. Es más, tras el largo invierno democrático que nos impuso la dictadura de Franco, votar significaba sin lugar a dudas que todo iba a ir a mejor. El panorama ha mutado en apenas medio siglo. De no producirse un cambio drástico en el rumbo de los acontecimientos, el próximo día 10 de noviembre los españoles iremos a las cuartas elecciones generales en cuatro años. Un ominoso récord para el país y una vergüenza para sus líderes y dirigentes.

En un panorama en el que se barrunta una crisis económica esta incertidumbre es como echar gasolina al fuego para que vivamos en un callejón sin salida. Un gobierno en funciones hasta 2020 dará la puntilla a muchas empresas y autónomos. La crisis catalana lo ha convertido todo en un campo minado: la tormenta perfecta para que ninguna solución contente a casi nadie. Y no olvidemos un Brexit que puede hacer saltar las relaciones económicas europeas por los aires. Pero en España parece que nos hemos acostumbrado a vivir en la cuerda floja. Gracias a ese caldo de cultivo, los ciudadanos actuamos más movidos por el temor que por la razón. Así, hemos consentido que se aprueben leyes mordaza y reformas laborales que nos retrotraen a los derechos de vasallaje de la edad media.

Nuestros delegados, los políticos, a quien entregamos el poder que emana de nuestra voluntad, parecen más preocupados por ver quién la tiene más grande o por echarse en cara quién atesora más trapos sucios en el juzgado. A mí me gustaría proponer que los políticos no cobraran si no hacen su trabajo: a saber, si no llegan a acuerdos beneficiosos para el país o que por lo menos nos saquen de esta anomia en la que nos han instalado y que solo les beneficia a ellos, a todos los políticos sin excepción, por muy progresistas que se digan. Sí: ni un duro, ni una dieta, ni una comisión… hasta que no se pongan de acuerdo. O dimitan todos. No es tan raro. Al fin y al cabo solo se trata de que, por fin, hagan bien su trabajo. Refrán: Quien puede mandar y manda, en ruegos no se anda.

martes, 17 de septiembre de 2019

El último verano del amor

Hace exactamente 50 años que el mundo perdió la inocencia. El sueño jipi de paz y amor se convirtió en pesadilla de la mano de un iluminado. Charles Manson y las chicas de su secta, La Familia, asesinaban a la actriz Sharon Tate, que esperaba un hijo, y a otras cuatro personas en una auténtica orgía de sangre.

Al día siguiente, hacían lo mismo con el matrimonio LaBianca. Todo ello a base de cuchilladas y hasta bayonetazos en medio de las súplicas de las víctimas. «Soy el diablo y vengo a hacer el negocio del diablo», dijo. Dejaron pintadas realizadas con sangre en las paredes con títulos de canciones de los Beatles, en las que veían mensajes ocultos. Su objetivo era prender la mecha de una guerra racial entre blancos y negros.

Atrás había quedado Woodstock, el gran festival de música que marcó el culmen de la cultura del flower power. Pero la bonhomía de la era de Acuario se truncaba por la ciega fe de las chicas con las que Manson vivía en una comuna en California.

No era poliamor, sino un sometimiento y fascinación por un personaje camaleónico que se comportaba en función de quien estaba delante y se los ganaba para su causa. Incluso expertos productores vieron en él talento musical. Las chicas con las que convivía Manson en su rancho le reconocían como Jesucristo y como tal lo veneraban.

Los crímenes de Manson han calado hondo en el imaginario popular, especialmente en el mundo de la música. De hecho, el cantante Marilyn Manson toma de él su nombre, al que se le atribuye cierta pátina satánica. El líder de La Familia fue detenido y condenado. Estuvo toda su vida entre rejas y murió en 2017.

Manson enviaba a sus fans restos de sus uñas por carta y solo concedió una entrevista en su vida, a la revista Rolling Stone. Ahora la película de Tarantino Érase una vez en Holywood nos recuerda aquel verano en el que el ser humano fue verdaderamente inocente por última vez. Refrán: Amor y muerte, nada más fuerte.




martes, 10 de septiembre de 2019

Armas de adicción masiva

Hace unos días, mientras disfrutaba de las vacaciones, escuché una conversación que me dejó perplejo. Una muchacha que nos acompañaba en una excursión aseguraba estar on fire porque su último selfi acaparaba ya los 300 likes en solo un día. De entrada, los anglicismos y los latiguillos en espanglish me repelen. Pero lo que más me preocupaba es esa dependencia casi enfermiza de la aprobación de los semejantes. Y el problema no es la tendencia a la ‘vedetización’ o al narcisismo, sino la imposibilidad de ser feliz sin consultar móviles, tabletas u ordenadores. Todo ello ha desembocado en una nueva patología psicológica: la nomofobia. Estamos siendo bombardeados por armas de adicción masiva.

Es verdad, si alguna vez salgo de casa sin el teléfono me siento desnudo, desamparado y desasistido. Incluso he llegado a darme la vuelta a por el terminal aunque no estuviera esperando una llamada urgente. La adicción al móvil se extiende. Hemos perdido el gusto por la tertulia, por mirarse cara a cara, por la conversación enriquecedora y pausada. Cuando tenemos más posibilidades para comunicarnos es cuando más incomunicados estamos.

Algunos expertos explican que la dependencia de un entorno virtual irrumpe cuando el real, generalmente el afectivo o el familiar, es deficitario. La adicción a la pantalla es tal que muchos han perdido su trabajo. El abuso es nefasto, aunque peor es el mal uso por parte de los adolescentes y niños, que tienen en los móviles unas puertas abiertas a todo lo bueno y todo lo malo del mundo. Muchos patrones del heteropatriarcado se difunden como la pólvora en sus redes sociales, cuando no la violencia o el maltrato. El móvil se ha convertido en el ‘opio del pueblo’ en su más puro sentido marxista. Narcotizados por los colores de la pantalla táctil nos sumimos en ella y buscamos el escorzo más arriesgado. Nos subimos a la cima del campanario y dejamos nuestra vida a merced de un ‘me gusta’ definitivo que puede llevarnos a la tumba. Refrán: Dos ladrones tienes en casa tú, el teléfono y la luz.

martes, 3 de septiembre de 2019

Aviador Dro, el punk a rajatabla

Otras de mis lecturas veraniegas, que recomiendo, ha sido Aviador Dro. Anarquía Científica. Es la historia, narrada de forma coral pero al detalle, de los 40 años en los escenarios del que es actualmente el único grupo de la movida madrileña que aún se mantiene en activo, aunque algo diezmados, eso sí, están ya sus Obreros Especializados. Aviador Dro es una formación de tecno que siguió los mandamientos del punk a rajatabla: provocación e independencia. Todo se lo guisaban y comían ellos mismos.

Rechazaban el pasado y miraban al futuro con ojos muy diferentes a los de la progresía reinante entonces. Su primer gran éxito fue: ¡Nuclear sí! Lo nuclear despertaba sus más profundos anhelos de que el ser humano mutara para crear un mundo frío, eficiente y automatizado. Ese postureo de superhéroe de la Marvel continúa en la actualidad. Siguen dando conciertos a los que asisten fans incondicionales.

Todo nació en 1979, cuando un grupo de adolescentes en el barrio de Prosperidad de Madrid, a los que les gustaban los videojuegos y el rol, coinciden para jugar. El líder era un muchacho llamado Servando Carballar, pero que en su universo propio era Biovac N. Es el único de los 18 componentes que siempre se mantuvo. Crearon un sello independiente: Discos Radioactivos Organizados (DRO). Pero la discográfica creció desmesuradamente y pronto llegó un cisma que acabó con Servando y su pareja fundando otro sello y una cadena de tiendas llamada Generación X. La crisis de la movida y la baja rentabilidad del indie acabó con ese sello escindido y lograron subsistir gracias a las tiendas de cómics.

Con una discografía irregular, aunque con temas memorables, Aviador Dro y sus Obreros Especializados siguen construyendo un futuro imaginario donde la radioactividad nos ha cambiado para mejor. Su ahora obeso líder sigue poniendo en pie al público mientras entona La televisión es nutritiva. Que sigan en pie tras cuatro décadas es para quitarse el sombrero (o la escafandra). Refrán: Ella es de plexiglás y por eso me gusta más.