martes, 27 de octubre de 2020

Un año sin jarramplas y carantoñas

Para Javier Prieto y su colega Benito Arias estoy seguro que ha sido una de las decisiones más dolorosas de su trayectoria como alcaldes. La supresión del Jarramplas y de las Carantoñas, en Piornal y Acehúche respectivamente, es un síntoma de la tragedia que estamos transitando, aún con más sombras que certezas. Conozco bien ambas Fiestas de Interés Turístico Nacional y puedo atestiguar que son un poso de auténtica tradición. Las dos están cubiertas por la pátina del misterio y se celebran en honor a san Sebastián. He entrevistado a los jarramplas de los últimos 25 años y tengo que confesar que sus testimonios me han emocionado. Cada año hay un motivo profundo que esconde la penitencia de ser sepultado por 25.000 kilos de nabos. Con las carantoñas pasa igual: hay que visitar el pueblo ese día para comprender su significado. Por eso la supresión a causa de la dichosa pandemia sobrepasa la mera renuncia a una fiesta. Un virus nos ha puesto en jaque y tenemos que prescindir de hasta de la entraña más intocable de nuestra identidad. Es tiempo de renuncias: se trata de decir que no a algo que nos gusta, que hacíamos habitualmente y que ahora pone en riesgo nuestras vidas y las de los demás. ¿Estaremos a la altura de este reto?

Muchas veces pienso en nuestros bisabuelos, que vivieron guerras mundiales, crash económicos, una guerra civil y la cruel dictadura. Y ahí los tenemos: olvidados en residencias de ancianos que son una trampa y en las que en algunos casos sus cuidadores se han convertido en carceleros. La exigencia no es mucha: quedarse en casa. Sé que para algunos se hace un mundo. Pero tenemos libros, cine a la carta, internet y música al alcance de todos. Un confinamiento en el siglo XXI no es como el del siglo XIX. El objetivo es salvar las vidas de todos. Creo que no es una meta tan difícil. Refrán: Un pueblo sin tradición es un pueblo sin porvenir. 

martes, 20 de octubre de 2020

Guerrero: adiós al tunante cortés

La semana pasada falleció Francisco Javier Guerrero (63 años), el tunante cortés y simpaticón, principal condenado por el caso de los ERE en Andalucía. Lo conocí en persona en mis veraneos en El Pedroso, pues mi padre y el suyo cultivaron una larga amistad. No se me escapa que por culpa del exdirector general de trabajo el dinero de los parados andaluces acabó dilapidado y en manos de quien no debía, en el caso de corrupción más vergonzante de la reciente democracia. Pero no por ello deja de rondarme la cabeza que sobre él recayó todo el peso de la justicia, mientras que quienes estaban por encima, sus jefes, se fueron ‘de rositas’ o con penas de inhabilitación y la simple condena mediática.

Guerrero fue, además, un ingenuo en sus declaraciones. Se refirió a él mismo como el repartidor de un ‘fondo de reptiles’ en relación a una partida de libre disposición con la que se tapaban bocas y compraban voluntades, cuando podía haberla citado por su nombre técnico: 31-L. Su retrato político y moral se dibuja desde entonces con un trazo grueso marcado por la barra del bar donde se tomaba sus famosos gintonics y recibía a todo el que iba a pedirle una subvención. Él las otorgaba («por mis cojones») sin hacer la más mínima comprobación, por sentirse benefactor y no por un mero afán personal de lucro. Era un ‘conseguidor’ y se sentía orgulloso de ello. Pero también fue un político hábil, muy cercano al ciudadano, y un auténtico ‘desactivador de bombas’ para la institución a la que servía. Y solo recibió el abandono y el desprecio de ésta. Por cierto, que fue traicionado por su chófer, correligionario de juergas, beneficiario de millones de euros sin merecerlo. Javier Guerrero fue el ejecutor de una forma de hacer política execrable, pero creo que los verdaderos responsables no han saldado con la sociedad andaluza la gran deuda que tienen con ella. Refrán: Necio aquel que padece por culpa que otro merece. 

martes, 13 de octubre de 2020

Inés del alma mía, la serie

 No suelo comentar el panorama catódico. Se explica por sí solo. La televisión convencional empieza a hacer aguas ante la oferta digital de pago y el maremágnum de YouTube. Programas que triunfan como la Isla de las Tentaciones no merecen la más mínima reflexión y ni aguantan ninguna justificación más que el famoseo por la vía genital. A veces pienso en que los concursantes tendrán madres y padres que estarán sufriendo mucho viéndolos ante toda España en ese resort que no es más que una gran casa de lenocinio con cámaras.

Afortunadamente, de cuando en cuando, aparecen pequeñas joyas audiovisuales, elaboradas con mimo. La última de ellas, que recomiendo con fruición, es la serie Inés del alma mía, que ahora emite TVE 1. Cuenta la historia de una paisana, de una placentina concretamente, y eso añade más interés a una historia bien contada, llena de emoción, de aventuras y que refleja con bastante fidelidad lo que nosotros denominamos ‘Descubrimiento’ y que parece ser que fue un sumidero de ambiciones y codicia en aras a esquilmar los recursos naturales de todo un continente. En la serie aparece el debate de si los indígenas tenían alma y podían ser considerados como personas. También se abordan las luchas intestinas entre los propios conquistadores. Es una coproducción española y chilena, y se nota el exquisito trato de los personajes que la escritora Isabel Allende creó en 2006. Además, me gusta porque es la epopeya de una mujer, Inés de Suárez, y su relación con otro extremeño, Pedro de Valdivia, éste con luces y sombras en distinta proporción en su biografía. Tanto Elena Rivera como Eduardo Noriega están creíbles en sus roles. El rodaje en los escenarios originales, especialmente en la selva, aporta bastante realismo y los ocho capítulos se pasan volando.  Cáceres aparece en los primeros y sin duda es otro aliciente para ver la serie. Ya saben, la televisión no me seduce, pero Inés del alma mía vale un potosí. Palabra. Refrán: La mujer es más lista que el hombre que la conquista.

martes, 6 de octubre de 2020

Hidroalcohólicos anónimos

Acabo de incorporarme al creciente grupo de los hidroalcohólicos anónimos. Sigo todas las directrices de higiene que nos marcan para evitar el contagio del covid, pero con la llegada de la segunda ola se ha apoderado de mí una angustia existencial que me lleva a extremarlas hasta la obsesión. Creo que me doy gel hidroalcohólico cada vez que me levanto de la mesa y me lavo las manos con agua y jabón frotando hasta producirme leves lesiones.

La preocupación por no contagiarme se ha apoderado de mí. Me tomo la temperatura constantemente y vigilo mis constantes vitales para ver si tengo síntomas. Como Woody Allen en cualquiera de sus primeras películas, en cuanto noto cierta destemplanza me pongo sudoroso y ya creo que cumplo por completo el cuadro clínico de la pandemia. No quiero ni pensar qué sucederá cuando pille el primer catarro del año.

A veces siento como mareos, me falta el aire y repaso mentalmente mis contactos sociales o les llamo para preguntar sibilinamente cómo se encuentran de salud. Busco a cada rato en internet noticias sobre las vacunas, que veo como algo muy lejano e incierto. Y mi preocupación aumenta, como imagino que la de todo el mundo. Ni que decir tiene que no es lo correcto ni lo recomendable, pero instintivamente lo hago.

Solo me conforta esa sensación pegajosa del hidroalcohol sobre la piel, con ese extraño olor a orujo caducado. En mi mesa de trabajo tengo un bote que gasto por arrobas. Esa tranquilidad momentánea es un espejismo y en cuanto cruzo la puerta de la calle me asaltan pensamientos funestos y compulsivos. Esperemos que esta pesadilla tenga pronto un fin. Lo necesitamos. Refrán: Hasta que el hombre muere, de su salud no desespere.