martes, 20 de febrero de 2018

Elogio de la diferencia

Hacía mucho tiempo que no iba al cine. Pesaba mucho el 21 por ciento de IVA y el que en las últimas ocasiones la decepción por el visionado de un bodrio había sido mayúscula.
Pero este fin de semana me he encontrado una grata sorpresa en La forma del agua, una película de Guillermo del Toro, que me ha devuelto la ilusión por el séptimo arte. Y eso que el argumento, de entrada, echaba para atrás: una muchacha sorda se enamora de un engendro durante el tiempo de la guerra fría. Casi nada.
Lo que parecía una película más de monstruo y efectos especiales es un canto a la diferencia, un elogio a los distintos durante dos horas de humor, acción e intriga bien dosificados. La película no se hace pesada y te tiene hasta el final con el corazón encogido.
Además, la historia, aunque se desarrolla en los años cincuenta, tiene desgraciadamente muchas conexiones con la actualidad: la persecución a los homosexuales, el machismo, la incomprensión del diferente, la soledad y la incomunicación.
Con estos mimbres -y sin deseo alguno de hacer un destripe de la película- se teje una historia redonda, con malos malísimos, acción y crítica social a partes iguales. Imagino que en todo ello tendrá que ver el origen mexicano del director y los desmanes que el actual presidente Donald Trump está cometiendo en EEUU.
La protagonista no puede hablar, sin embargo logra establecer una relación íntima con el ser del pantano que los militares están estudiando. Y no es una historia de amor como en La Bella y la Bestia, aunque sí para mi gusto es también excesivamente melíflua.
Además, hay cierto choteo en el filme con el miembro copulador del ser deforme. Lo que parecía ser una simple anécdota se ha convertido en un argumento más de merchandising: una empresa ha fabricado un juguete sexual con lo que podría ser su forma. Ya los tiene agotados. Pero lo mejor es que vean la película. Es tan buena que no voy a hacer esta vez refrán. Vayan al cine.

martes, 13 de febrero de 2018

‘Portavozas’, ‘miembras’ y ‘altas cargas’

Recuerdo a un veterano linotipista y corrector de esta casa llamar ‘Tumbaburros’ al diccionario. No le faltaba razón. Y su imagen me ha venido a la mente cuando Irene Montero ha empleado el término ‘portavozas’, inventado por ella, imagino que para reivindicar un lenguaje más inclusivo con la mujer y no por ignorancia.
El lenguaje es lenguaje y no una herramienta política. Cuando así se utiliza lo estamos prostituyendo. El lenguaje no es feminista ni machista per se, sino la manera en la que se emplea. ‘Portavoz’ es genero común y el masculino o femenino lo determina el artículo o adjetivo que acompaña a la palabra. Son conceptos básicos, pero la ESO ha hecho mucho daño y ya no hay remedio para ciertas cosas.
Todo empezó en 2008 con Bibiana Aído, llamando ‘miembras’ a las diputadas del Congreso. Otro dislate que hizo temblar los cimientos de la mismísima RAE.
Hacer guiños al mundo feminista es, por supuesto, admisible a todas luces, pero no a base de dar patadas a nuestro rico, variado y hermoso léxico.
Ya Carmen Romero, diputada por Cádiz del PSOE, dijo en 1993 aquello de ‘jóvenas’ para animar a las mujeres a hacer carreras técnicas. Efectivamente, muchos pensarán que el lenguaje será lo que sus usuarios quieran que sea y que se pueden cambiar las reglas de juego de un plumazo. Pero eso no es así, la evolución no debe ser revolución, porque corremos el riesgo de que el lenguaje se convierta en un arma al servicio de oscuros intereses.
Creo que en la educación ha estado el gran error que nos ha convertido a todos --yo no me excluyo-- en machistas, conscientes o no. Queda una larga batalla por librar; la que de podamos hablar sin herir los sentimientos de nadie, sin levantar suspicacias y con pleno respeto a todos los géneros existentes, habidos y por haber. Refrán: La igualdad es el alma de la libertad; de hecho, no hay libertad sin ella. (Frances Wright)

martes, 6 de febrero de 2018

En gigantes ganamos por cinco centímetros

La película Handia inspirada en el gigante de Altzo ha cosechado nada más y nada menos que diez Goyas. Es una historia conmovedora sobre alguien que se sentía «un aborto de la naturaleza» y que debido a su descomunal tamaño llevó una vida de fenómeno de feria.
Joaquín Eleizegui Arteaga (1818-1861) medía 2,30 metros, y en plenas guerras carlistas tuvo que ir exhibiéndose por los pueblos y por los palacios de la realeza europea como el hombre más grande del mundo de su época. A cambio, su padre tendría pagado el tabaco de por vida.
Pues bien, en Extremadura hemos tenido también un gigante en tiempos pretéritos y que probablemente sufría de la misma enfermedad que su compañero vasco: la acromegalia.
Agustín Luengo Capilla, nacido en Puebla de Alcocer en 1849, compartió con su compañero vasco orígenes humildes y una existencia marcada por su enfermedad. Tuvo que trabajar en un circo para ganarse la vida. Y eso sí, medía más que Eleizegui: 2,35 metros de altura.
Otra curiosidad en la vida del gigante extremeño fue el pacto, casi mefistofélico, que firmó con el doctor Pedro González Velasco, que en aquella época montaba el Museo Antropológico de Madrid. A cambio de 2,5 pesetas diarias, el gigante extremeño se comprometía a donar su cuerpo a la ciencia para ser exhibido y estudiado. Lamentablemente el gigante murió una Nochevieja y sólo se pudo recuperar su esqueleto en buen estado, que se sigue exhibiendo en Madrid.
Actualmente, en la casa de cultura de Puebla de Alcocer se encuentra un pequeño y original museo, abierto hace tres años, con reproducciones de sus objetos personales, una estatua a escala, y uno de los zapatos que le regaló el rey Alfonso XII.
La historia de Agustín Luego bien merecería otro largometraje. En Extremadura hay talento para hacerlo. Nos falta tan sólo creer en nosotros mismos. Refrán: Una calentura, manda al gigante a la sepultura.