martes, 30 de abril de 2019

Las ‘Piedras negras’ de Eugenio Fuentes

Cada Día del Libro me impongo un nuevo reto como lector. Me esfuerzo por iniciarme en algún género literario desconocido para mí o sumergirme en alguna obra que sea distinta a las que habitualmente consumo. Tengo que confesar que soy un lector muy básico, de bestsellers, y por lo general, de textos que no requieren de un excesivo esfuerzo comprensivo.

Este año el desafío ha sido Piedras negras, del extremeño Eugenio Fuentes. La novela negra es un género que siempre me ha asustado por dos motivos: no me gustan ni la violencia ni las tramas complejas. Y afortunadamente este trabajo se aleja totalmente de esos dos escollos.

Elogiar a estas alturas la obra de Eugenio Fuentes es casi caer en el tópico o ser redundante, pero tengo que decir que Piedras negras es un trabajo digno de un orfebre del lenguaje, absolutamente recomendable y que te mantiene intrigado de principio a fin. Otro descubrimiento ha sido el de Ricardo Cupido, un personaje detectivesco cuya trayectoria ha sido esculpida en otras novelas y del que siempre quieres saber más sobre su intrigante vida y su forma de proceder ante cada caso.

No voy a desvelar mucho de la trama. El autor sabe llevar muy bien los tempos narrativos y no se hace difícil de seguir. Durante la investigación sobre un niño robado en la guerra civil, Ricardo Cupido se encuentra con un crimen con la especulación inmobiliaria de telón de fondo. Otra curiosidad es que la ciudad de Toledo, descrita de forma fantasmagórica, se convierte en un personaje más de la novela, y que los grandes poderes, el eclesiástico y el económico, revolotean por una historia con muchos tintes cinematográficos.

En resumen, he descubierto un autor y un personaje que me han seducido, quizá para siempre. Muy recomendables. Y encima son del terruño. Refrán: El arte de escribir consiste en el arte de interesar. (Jacques Delille).

miércoles, 24 de abril de 2019

Vivir a Cristo a través del teléfono móvil

Para que una liturgia cambie tiene que convocarse un Concilio Vaticano. Para que lo haga la experiencia humana ante manifestaciones divinas no tanto, pero sí es preciso una mutación del paradigma tecnológico como la que ha sucedido.

Comencé a darme cuenta de que esto era así tras la muerte de Juan Pablo II, el 2 de abril de 2005. Las portadas de los periódicos se llenaron al día siguiente de una imagen inusual: el cuerpo de Karol Józef Wojty?a era presentado ante los fieles, que inmortalizaban su último viaje con sus teléfonos móviles. Aquel grito de ¡Santo súbito! fue amplificado por las miles de imágenes que se difundieron como la pólvora por todo el mundo casi al instante. Facebook había nacido un año antes y aún no tenía la fuerza actual, pero ya se barruntaba que algo estaba cambiando para siempre.

Hoy en día no existe procesión que no sea acribillada a fotografías y vídeos. Todos llevamos dentro cierta alma de director de cine y queremos atrapar la belleza de los instantes que se viven en Semana Santa y guardarlas en nuestro bolsillo eternamente.

Yo me pregunto si de alguna manera al estar pendiente de la tecnología abandonamos el verdadero significado que tienen las imágenes y pasos de Semana Santa. Nos afanamos en enviar a Twitter nuestra foto y comentario y dejamos de lado el profundo mensaje de amor y entrega que se nos está regalando a pie de calle.

He visto devotos más pendientes del selfi (que es legítimo y hasta comprensible) que de otra cosa. Y eso puede desvirtuar esa línea directa con lo trascendente que se establece con los fieles que asisten a una procesión. Y después me pregunto qué se hace con tanto material. Clasificarlo, editarlo, montarlo, comentarlo... todo ello requiere después muchísimo tiempo, del que desgraciadamente no todos disponemos.

Parece mentira que busquemos una experiencia de Cristo vicaria, cuando la tenemos ante nuestros ojos y no necesitamos de ningún teléfono para recibir este mensaje de amor. Refrán: La Semana Santa por abril hace el año gentil

martes, 16 de abril de 2019

El milagro de Extregusta

Extregusta es un acontecimiento gastronómico, pero, visto lo visto este fin de semana, creo que sobrepasa esta dimensión para convertirse en toda una experiencia social y hasta política. El Viernes de Dolores, por ejemplo, se podrían haber celebrado en la feria consejos de administración, plenos consistoriales, comités ejecutivos y, si me apuran, hasta concilios religiosos. Toda la ciudad estaba allí.

No sé qué factor de atracción tienen las casetas de feria para los cacereños. Es ponerlas en Cánovas, o en cualquier sitio, y ya tienes el éxito asegurado. Los habitantes de la ciudad vamos a ellas como las polillas a la luz, independientemente de lo que se despache en ellas. Si además el tiempo acompaña y se sirven tapas de calidad, como es el caso, el éxito está asegurado.

Cánovas se ha convertido este fin de semana en la dramatización de esa canción de los payasos de la tele que rezaba: «Hola don Pepito, hola don José». Todo el mundo se saludaba sonriendo, levantando ligeramente el brazo, asintiendo con la cabeza y preguntándose por los parientes, que es lo educado y formal en esta época primaveral que despunta. Y es que cuando por fin se celebra Extregusta, tras sus pertinentes aplazamientos por las inclemencias meteorológicas, es una bendición para todos los sentidos humanos conocidos.

Los cacereños nos ponemos nuestras mejores galas para asistir a esa liturgia de encontrarse con los amigos y parientes. Todo fue luz y bonanza en un paseo de Cánovas hasta los topes, en el que era difícil encontrar un hueco donde poner la tapa y la bebida, donde los bancos se han utilizado como improvisadas mesas de restaurante. Las incomodidades --los cubiertos y vasos de plástico y las apretura-- se pasan por alto cuando nos ponen por delante una buena tosta y vino de la tierra.

A mí me ha sobrado una de esas monedas acuñadas para pagar las viandas en Extregusta. La guardaré con fruición, deseando que el año que viene este milagro culinario y vital se vuelva a repetir. Refrán: Pan, vino y carne… crían buena sangre

martes, 9 de abril de 2019

El arte de lo (im)posible

Leí hace mucho tiempo que la política es el arte de lo posible. Esta frase está atribuida a diferentes pensadores, como Maquiavelo, o Bismarck. Como el primero del que se dice que la dijo es Aristóteles quiero creer que fue él el que tuvo esta primera visión, tan llena de ingenuidad y esperanza a la vez.

Con el tiempo me he dado cuenta de que, en realidad, la política es el arte de lo imposible. Con la cercanía de las citas electorales ya estamos viendo que nos enfrentamos a nuevos tiempos, llenos de cambios, con nuevos actores y estrategias bizarras.

A mí me preocupa la política local, la pegada a ras de suelo, la del día a día de nuestros pequeños municipios. En ella alcaldes y concejales lo son full time, 24 horas al día y padecen en carne propia las demandas ciudadanas, que a veces no responden a necesidades reales sino a estrategias de desgaste o inquinas personales. Cualquier político local, de cualquier signo, me merece un gran respeto. Su servicio al ciudadano le hace estar siempre disponible y expuesto a la queja y pocas veces al elogio.

Por eso voy a sentir que Isabel Molano y Pedro Solana, alcaldesa y primer teniente de alcalde de Arroyo de la Luz, no concurran, por distintos motivos, a las próximas elecciones municipales. Al margen de partidismos, me temo que la política en general se está despojando de gente honesta --que es la que realmente hace falta-- y engordándose con ciudadanos que ingresan a ella como forma de vida, o para servirse de ella y no para servir a los demás, como creo que ha sido el caso de ambos. Es un sentimiento generalizado que percibo en todo el espectro político, sin excepciones. Los buenos se van, cansados o por aquello del que «se mueve no sale en la foto». Esperemos que las próximas elecciones traigan aires nuevos y responsables ciudadanos cuyo objetivo sea construir futuro a los demás y no garantizarse la mamandurria propia. Refrán: El respeto a la ley, comience por el Rey.

martes, 2 de abril de 2019

Las víctimas culpables

El mundo entero se ha estremecido con el documental en el que Wade Robson y James Safechuck, dos presuntas víctimas de los abusos sexuales de Michael Jackson narran la catarata de delitos que el ‘rey del pop’ cometió con ellos. Es lo que tiene el mundo globalizado y la nueva forma de ver televisión: nos sirve la verdad en plato frío a la hora que queramos en cualquier parte del mundo.
Pero lo que más me ha sorprendido de todo es esa extraña reacción que puede observarse en los casos de delitos sexuales: el intento de convertir a las víctimas en culpables de las andanzas de los depredadores.
Es lo que le ha pasado a Barbra Streisand, quien en un primer momento quitó hierro a la violación durante años a los menores y dijo que actualmente se le veía bien y casados, sin traumas. «Se puede decir que fueron niños abusados, pero esos niños, como les he oído decir, estaban encantados de estar allí», dijo la gran intérprete. Después ha pedido perdón por este patinazo.
Es curioso como ante un delito sexual se tiende a diluir la culpa inyectándola de alguna manera a las víctimas. Recuerdo las manifestaciones del obispo de Tenerife Bernardo Álvarez: «Puede haber menores que sí lo consientan -referiéndose a los abusos- y, de hecho, los hay. Hay adolescentes de 13 años que son menores y están perfectamente de acuerdo y, además, deseándolo. Incluso si te descuidas te provocan». Un sindios.

Debemos desterrar por completo esta manera de pensar. Las víctimas son víctimas. Vestir provocativo no es abrir una puerta a la violación, ni desearla, ni la justifica. Siento una gran pena por los miles de padres que viven cada fin de semana un calvario insomne porque sus hijos e hijas vuelven de madrugada los fines de semana. El fenómeno de las violaciones en grupo no parece que sea algo aislado ni excepcional. Y no podemos dar ni un solo argumento a las manadas para que sigan cometiendo atropellos. Refrán: El ausente siempre es el culpable.