martes, 12 de noviembre de 2019

El Círculo se cierra


En este país, últimamente solo pendiente de la astracanada política, el cierre del Círculo de Lectores -por burofax, como se hacen estas cosas- ha pasado casi desapercibido. Tras 57 años de vida, la maravillosa idea de un club de lectura a domicilio ha acabado fagocitada por la omnipotente Amazon. Pero que no me cuenten milongas de nuevos paradigmas digitales. Se lee mucho menos. Y esa es la cruda razón del cerrojazo, entre otras.

El Círculo de Lectores trae a mi memoria recuerdos de la infancia, de comerciales a los que el portero sí abría la puerta, de vendedores que se convertían en amigos, porque traían la cultura cada mes a su casa y se les invitaba a un café o a vino de la tierra. Te regalaban ese catálogo maravilloso, a color, lleno de propuestas, de historias por vivir en tu imaginación. Con Círculo de Lectores comencé a disfrutar lo que entonces se llamaba un best-seller.

Esta red literaria se convirtió para muchos en la puerta de acceso a una distinción social. Algunos en mi barrio se hicieron del Círculo de Lectores porque ‘vestía mucho’, aunque los libros quedaran en ocasiones apilados y sin abrirse. Y recuerdo las amonestaciones de mi madre porque aún no me había terminado el libro del mes anterior y por el portafono se oía la voz del comercial diciendo: «¡Círculo de Lectores!». Eran tres palabras que abrían las puertas de las casas y el alma a aventuras de todo tipo.

Ahora el negocio editorial está más desalmado que nunca y a ningún directivo parece darles pena de la hecatombe. Y no hay alternativas, pues el ebook aún no se ha convertido en un artículo de consumo generalizado.

Lo cierto es que a mí me gusta tocar, palpar el libro, su olor a papel, escribir alguna frase en él, subrayarlo, aunque a algunos pueda parecerles eso una herejía. Réquiem por el Círculo de Lectores. Desde hace una semana todos somos aún más analfabetos. Refrán: Un buen libro de las penas es alivio.

martes, 5 de noviembre de 2019

Los últimos de la alhacena

Estaban ahí, agazapados en la alhacena, con ese silencio característico de las victorias trabajadas en la oscuridad. Aquellas cajas de turrón duro, de mantecados La Estepeña y de Nevaditos Reglero habían aguantado estoicamente un año en el armario de la cocina junto con un hueso de jamón rebañado hasta lo imposible y unas peladillas que habían perdido su característico fulgor blanco y su sabor edulcorado. Cuando he descubierto esta callada familia me he llenado de alegría. Primero por ellos, porque sobrevivieron a un año entero sin ser deglutidos y después por mí, por no haber sucumbido a su canto de sirenas, ese que cada noche me decía: «Cómeme… cómeme…». Son los héroes de 2019, los últimos dulces navideños que aún resisten incólumes en la alhacena.

Las fiestas se acercan y ahora me debato entre el indulto o la definitiva aniquilación de estas delicatesen. Y me pregunto: ¿Estarán buenas después de un año? Las fechas de caducidad me indican que sí, pero no creo que mantengan el sabor primigenio. La pata de jamón va directa a convertirse en caldos este invierno, pero… ¿Tendré dientes para partir el turrón duro? ¿Podrán mis ácidos gástricos con semejante pedrusco en mis entrañas? De momento, he cogido una bandeja plateada y he hecho un mix con los Nevaditos, los mantecados y las peladillas. Total, el papel está un poco arrugado, pero no creo que se note. Los he llevado al salón para agasajar a las visitas. Como quedaba aún algo de espumillón les he hecho un lecho perfecto y muy atractivo.

Los primeros amigos en desearnos parabienes para el 2020 se acercan. Pronto llegarán al salón de mi casa. Y yo tendré una embelesante bandeja de productos navideños lista para ellos. Con mucha suerte no notarán nada.

Y la llamada magia de la Navidad habrá hecho su efecto. Pero no le digan nada a nadie. Es un secreto entre ustedes, mis lectores, y yo. Refrán: A bebedor fino, después del dulce ofrécele vino.