martes, 25 de septiembre de 2018

Elisa Serna se nos fue tras levantar la voz

En esta España en la que parece que solo importan los ‘copieteos’ de tesis y los títulos dados a dedo, el fallecimiento de Elisa Serna ha pasado de puntillas por los medios de comunicación. De haber nacido en Francia, habría habido un día de luto nacional, pero aquí, enfrascados en nuestras luchas cainitas nos importa un comino que se haya muerto la primera mujer que reivindicó el feminismo y que pasó por la cárcel simplemente por cantar. Por cierto, murió de un infarto tras haber pisado un escenario días antes.

Formada musicalmente en la admiración a Agapito Marazuela y Paco Ibáñez, Elisa Gil (como realmente se llamaba) fue una gran luchadora contra la injusticia, además de antifascista, republicana convencida y con un universo poético musical como nadie tuvo en este país, ahora sumido en la cutrez. De un vigor en el escenario inusitado, son muy conocidas sus interpretaciones de A desalambrar, de Daniel Viglietti o de ¡A galopar!, de Paco Ibáñez. Fábricas y universidades fueron sus principales escenarios, conocedora de la importancia que tiene llegar a todos los niveles sociales. Ello le granjeó no pocos enemigos en la Brigada Político Social de Franco. Pasó por la cárcel de Alcalá de Henares por negarse a cumplir con las exigencias de la censura y pagó importantes multas. Junto a Hilario Camacho, Adolfo Celdrán y Manuel Toharia (sí, el meteorólogo fue músico en su juventud) fundó el grupo Canción del Pueblo, clave para entender la música de autor en España en los setenta.

En el homenaje tras la muerte de Hilario Camacho, que fue su pareja un tiempo, interpretó una emocionante nana acompañada simplemente por una silla. No le hacían falta guitarras ni grandes equipos de sonido. De belleza arrebatadora y de técnica depurada, cuando escucho sus discos y veo a los chicos y chicas de la Academia de Operación Triunfo me pregunto qué nos hemos dejado en el camino y pienso en lo mal que va este país. Refrán: Oídos que bien oyen, consejos encierran.

martes, 18 de septiembre de 2018

Tiempo de escopeta y perro

Ahora que se acerca la época de caza y que los aficionados desempolvan escopetas y cartuchos recuerdo a mi padre volviendo del campo, con la ropa de camuflaje, la canana vacía y el cinto lleno de pajarillos (cuando aún se podían cazarlos) y algún conejo. Estábamos en una fonda de cazadores en El Pedroso, pueblo de la Sierra Norte sevillana, cercano a Azuaga.

Mi pasión por la caza se quedó interrumpida ahí, en la infancia. Me gustaba ir al campo con él, visitando hitos en el camino, como la alberca o algunos restos de cuevas donde se decía que habían vivido maquis. A mí lo que me llamaba la atención era la naturaleza, sentarse bajo la sombra de los eucaliptos, saludar a otros cazadores y pastores. Pero lo de los tiros con aquella escopeta de cartuchos del calibre 28, los más pequeños, siempre lo vi como algo que no iba conmigo. Ni siquiera cuando le acompañé con la ‘pajarera’ (de balines Gamo) disfrutaba. Lo mío era ‘cabrear’ por el campo.

A mí me gustaría, aunque sé que es imposible, una caza sin muerte, sin depredación. Con la actividad cinegética me pasa lo mismo que con los toros, que no encuentro una solución satisfactoria al dilema que plantea. Yo me quedo con los paseos por el campo, con el contacto entre padres e hijos transmitiendo conocimientos sobre naturaleza.

Me dejó impresionado en la última Feciex, el testimonio de Joâo, un niño luso, que practicaba la caza con cimbel, un difícil arte con señuelo vivo, en el que era un maestro. Cuando recogió el premio que le otorgó Juvenex, explicó con una madurez impropia de su edad que en el campo era donde estaba su hogar y era feliz. Esperemos que los cazadores sepan transmitir en las redes sociales sus positivas emociones en el campo y no la ‘montonera’ de animales muertos. Ese selfi final estropea todo lo hermoso que ha venido antes: el paseo por el campo, el lance, la destreza del cazador… Ojalá logremos una caza más sostenible y ultrarespetuosa con la fauna. Refrán: Si cazares no te alabes; si no cazares, no te enfades.

martes, 11 de septiembre de 2018

Una romería mejor que una diada


Las romerías tienen para mí un gran encanto, mucho más que las diadas y demás zarandajas de moda. Ahora que los ecos del día de Extremadura se apagan y hoy amenaza con que resuenen otros con mucha fuerza, quisiera reivindicar nuestra forma de rendir homenaje a nuestra tierra, pues las ‘jiras’ tienen mucho de telúrico e identitario. La verdad es que donde esté una romería como las celebradas este sábado coincidiendo con el Día de Extremadura, con su Virgen en el campo, sus caballistas y amazonas, y su comida en el táper, que se quiten los calçots y los castellets. Bien de más.

De entrada, en una romería extremeña no hay que apuntarse para llenar tramos. A la romería se presentan los devotos de la Virgen, los del pueblo, los del pueblo de al lado, los emigrantes, los cuñados… y no te tienen que pasar lista. Eso es lo bueno, que tanto devotos de la Virgen como no creyentes van al campo a celebrar la fiesta en hermandad. No son fiestas excluyentes. No falta quien le de su pan al grupo de al lado porque le haga falta, ni su plato de oreja o jeta con tomate. Se comparte.

Me gustan las romerías porque nos juntamos en el pueblo personas procedentes de toda España. La Extremadura en la diáspora saca músculo estos días y los emigrantes rememoran los viejos tiempos, aquellos en los que el agua corriente era un milagro. En las romerías extremeñas se ven banderas de Extremadura, incluso hay quienes las venden para llevarlas como pulseras, pero no es tema de discusión. Mientras haya buen vino de pitarra, lomo y jamón todo discurre en ambiente de sana camaradería. Nada de lazos amarillos de la discordia que si se quitan o se ponen.

La verdad es que en el terruño tenemos carencias pero cuando se trata de pasarlo bien aparcamos las disputas que haya. Como mucho reivindicamos un tren digno. Pero curiosamente a los que se les hace más caso son a los que más ruido generan y se portan peor, como los niños pequeños. Refrán: Y la gente por el prado no dejará de bailar, mientras suene una gaita o haya sidra en el lagar (Víctor Manuel).

martes, 4 de septiembre de 2018

Ser extremeño

Este verano en Cascais (Portugal) asistí a un festival folclórico al aire libre. Sobre el escenario se sucedían las agrupaciones vocales que interpretaban en la madrugada hermosas canciones de alabanza a la tierra. Cuando una de ellas entonó un homenaje al Alentejo vi cómo los ojos de varios espectadores se llenaban de lágrimas. No eran personas mayores, ni emigrantes, sino jóvenes que sentían a su comunidad muy dentro de su corazón. Les envidié.

Ahora que se acerca el Día de Extremadura me gustaría saber cuán dentro de nosotros está el sentimiento de pertenencia a la región y si éste no se está diluyendo a medida que transcurren las generaciones. A lo largo de mis casi treinta años en la región he conocido de todo. Desde para quienes nacer en Extremadura ha sido solo una anécdota en sus vidas hasta quienes hacen gala a diario de esta condición. Aunque de estos últimos su número se reduce.

Me apena cuando el sentirse extremeño sólo sale a relucir en situaciones de adversidad o emigración. Los extremeños en la tercera provincia son como una piña, pero ¿lo somos dentro de nuestra propia comunidad autónoma? Tendríamos que ser más reivindicativos y estar más unidos en lo que verdaderamente importa. No podemos relegar la protesta y el pataleo para cuando la situación es ya una vergüenza pública, como sucede con nuestro vetusto tren.

Me gustaría que nuestra región fuera mucho más que un reservorio de votos y que pegara sobre la mesa un gran puñetazo para que se pudieran fijar en ella las demás comunidades. Tenemos talento, recursos, naturaleza bien conservada… ¿por qué entonces estamos relegados a este ostracismo en vida?

El viernes 7 de septiembre todo serán parabienes, pero me gustaría de una vez por todas abandonar este síndrome eterno de furgón de cola. Refrán: Buena fama merece, quien por su patria muere.