martes, 29 de enero de 2019

Fitur, transporte y legitimidad

Nunca había tenido una sensación tan extraña como la experimentada el miércoles pasado entrando a Ifema para hacer la cobertura informativa de Fitur. A las puertas del metro miles de taxistas en pie de guerra se enfrentaban a la policía y gritaban consignas nada agradables. Sentí que mi libertad estaba secuestrada y algo de miedo. Mis familiares me llamaron por teléfono para saber si estaba bien, ya que aquel conflicto se estaba retransmitiendo por la televisión en directo.

La elección de esa manifestación no ha sido al azar. Pretendía ser una andanada en la línea de flotación a la ciudad de Madrid: colapso de las vías de comunicación y mala imagen a medio mundo de una gran feria internacional con 250.000 participantes. Solo periodistas acreditados en Fitur había cerca de 7.500, que han trasladado a sus lugares de origen una pésima radiografía de nuestro país, con el consiguiente impacto en nuestros flujos turísticos.

Siempre he creído en el derecho de huelga como un derecho inalienable, pero creo que deben existir unos límites. Creo que si te manifiestas pero conculcas los derechos de los demás --vaya, que los fastidias o empleas violencia-- las protestas quedan desautorizadas ipso facto.

El conflicto del taxi es consecuencia de un cambio de paradigma. Los taxistas de toda la vida han pagado una fuerte suma por sus licencias y ahora la llegada de las nuevas plataformas les hace pupa. Pues que se pongan las pilas y mejoren sus servicios. En muchas ocasiones hay taxistas con varias licencias que pasan de padres a hijos y eso se parece mucho a obsoletos derechos medievales. El mundo cambia. Y ahora le ha tocado al taxi.

Otra cosa es la igualdad de condiciones en una situación de libre competencia. Uber y Cabify tienen derecho a operar, pero no en un marco donde todo vale. Hay que sentarse y dialogar, pero, de momento, lo único que he visto es mucha rabia y mala baba a raudales. Refrán: Los amigos son como los taxis, cuando hay mal tiempo escasean.

martes, 22 de enero de 2019

Plataformas

Somos la tierra de las plataformas. Y sé que soy políticamente muy incorrecto poniendo la lupa sobre ellas. Pero lo cierto es que cada vez que aflora un proyecto, de cualquier tipo, aparece un conjunto de ciudadanos que se opone. Siempre hay algo que salvar, algo que se extingue, algo que proteger… Gracias a las plataformas ciudadanas se evitan los desmanes de los poderosos o de los políticos, y se preserva el medio ambiente. Pero muchas veces me pregunto sobre la representatividad de ellas, de cuántas personas están detrás y de qué intereses son los que realmente mueven a esos probos ciudadanos en sus demandas.
No nos engañemos. Tras muchas de esas agrupaciones ciudadanas suelen estar las intenciones más o menos veladas de los partidos políticos y otros grupos de presión. Una plataforma puede estar formada por un par de ciudadanos avezados en la relación con los medios de comunicación, que en muchas ocasiones nos convertimos en altavoces involuntarios –o no-- de intereses partidistas o particulares. Creo que es necesario un equilibrio al respecto y ser muy cautos a la hora de dar bombo a unas o a otras. Si los intereses de las plataformas triunfaran siempre no evolucionaríamos. Nos habríamos quedado en la puerta de la cueva ancestral, viviendo felices, en un medio ambiente perfectamente conservado y tapándonos con pieles… Uy, pieles no, que hay que proteger la fauna… Bueno, pues con lino… Uy, no, lino no, que las fábricas textiles contaminan… Pues con plástico, uf, no que el plástico es canceroso… Y así hasta el infinito.

En conclusión, las plataformas son necesarias y cumplen una función. Pero creo que no todas tienen el mismo peso y que si las tenemos siempre en cuenta Extremadura se quedará excluida de cualquier tipo de progreso económico, como la gran olvidada que es en la actualidad. Refrán: Sólo cabe progresar cuando se piensa en grande, sólo es posible avanzar cuando se mira lejos. (Ortega y Gasset).

martes, 15 de enero de 2019

Las pulseras de actividad

Los Reyes Magos de Oriente, de los que se decía que eran santos, a veces traen presentes envenenados. Este año me las prometía felices con mi flamante ‘pulsera de actividad’, una especie de reloj que no solo marca las horas, sino que se convierte en una verdadera señorita Rottenmeier de tu vida. Como todas las cosas que carga el diablo esconde -detrás de una buena intención como es potenciar tu actividad física- un control absoluto, casi como estar siempre a las órdenes de un señorito cortijero con muy mala baba.
Lo primero que hace el aparato es conectarse a tu móvil, con lo que la confabulación de ambos artilugios es letal. Sobre todo porque se convierten en un auténtico chivato de todo lo que haces: que si has andado mucho, poco, con qué ritmo… El móvil empieza a marcarte objetivos y te premia o te regaña si no llegas. Cada kilómetro que haces se hace un comentario sobre tu ‘velocidad de crucero’ y cuando acabas tu caminata te envía un plano con todo lo andado, las calorías quemadas y con la posibilidad de enviarlo a tus redes sociales. ¿Y yo para qué quiero que mis amigos sepan que la ruta anticolesterol que hago a diario pasa por Casa Plata o por Moctezuma? Pues nada, parece que se trata del último grito. Después de llevar la pulsera unos días te sorprendes a ti mismo midiéndote el ritmo cardíaco cada diez minutos, preso de una hipocondría mayúscula.

Pero eso no es lo peor. Lo más curioso es cuando te mide la calidad de tu sueño. A mí empezó a decirme que apenas dormía, y no solo eso, sino que comparaba mi sueño con el de otros usuarios colocándome en un ranking diabólico, en los últimos puestos. Como todo buen tirano la pulserita de marras ya se ha convertido en un juguete para adultos indispensable para la vida. Pero prometo que en cuanto me ponga en forma me desharé de ella… Aunque lo mismo dije del móvil. Refrán: No creo en el destino porque odio pensar que no soy yo quien controla mi vida.

martes, 8 de enero de 2019

Como si no hubiera un mañana

Han pasado estos días festivos y nos encontramos ya en el nuevo año. Y en estos estertores finales de 2018 me he dado cuenta de lo irracional que nos hemos vuelto todos, especialmente con aquello relacionado con la comida y la adquisición de cosas, regalos y agasajos que van a parar a la papelera, olvidados en un rincón de un armario o ‘subregalados’ a otras personas, a veces con el mismo papel de envolver con el que nos lo dieron.

Durante estos días, a veces luminosos, a veces envueltos en la niebla, estamos agitados, convulsos, confundidos y erráticos. Vamos a los centros comerciales y supermercados como si no hubiera un mañana, como si se acabara el mundo el 26 de diciembre, el 1 de enero, o el pasado 6 de enero, tras la visita de los Reyes Magos. No me cuesta entender entonces la frustración de quienes pasadas estas fechas, vuelven a la rutina del tráfico, del atasco, de la prisa de los niños a la entrada del colegio, de los plazos que nos ahogan en las exigencias de los trabajos… He visto supermercados donde se agotaban alimentos, con estanterías vacías, con carros de la compra desbordantes que son un insulto en este mundo de desigualdades. ¿Nos hemos parado a pensar hacia dónde vamos? Algunos me dicen que este ‘chute’ de consumo a final de año es bueno para la economía. Me pregunto que para la economía de quién. Hay mucha hipocresía reinando en todas estas afirmaciones.

De todo esto, me quedo con la imagen clásica del Belén: una familia de refugiados, de exiliados, de perseguidos que no tienen nada. Un niño ha nacido en un pesebre porque le hemos negado la posada y se calienta con el aliento de las bestias que allí moran. Aún así, esa familia será ejemplo para mundo en los siguientes dos mil años. No tenían nada y lo tenían todo. No necesitaban más. Ojalá que en este año 2019 todos aprendamos a ser como esa familia. Refrán: Al hogar, como a la nave, le conviene la mar suave.