martes, 28 de mayo de 2019

Ceremonias de graduación, una horterada

A veces me siento la única persona del mundo a la que le parecen una horterada las ceremonias de graduación, tan en boga ahora. Recuerdo que en mis tiempos -que creo que no son tan lejanos- cuando superábamos un ciclo formativo o nos daban un título simplemente recogíamos las notas y a lo sumo nos tomábamos unas cañas en la cafetería.

Pero ahora nos ha invadido la Prom Night, sin duda influidos por el cine norteamericano. Sí, es esa fiesta a la que hay que ir siempre con pareja y en ella se decide toda tu vida (con quien te vas a casar, la universidad donde estudiarás, tus amigos...). Según el séptimo arte yanqui esa noche bendita tienes que alquilar un horrible esmoquin, una camisa de chorreras e ir a recoger a tu pareja a su casa con un ramo de flores.

En España todavía no estamos llegando a esos niveles de mal gusto pero estamos ya trabajando en ello. Las fiestas de graduación son simplemente una excusa más para sablear los bolsillos de los abnegados padres y una razón más para la ingesta masiva de alcohol en los abrevaderos habituales.

Los niveles llevan incluso a alquilar el Palacio de Concresos. En sus puertas veo desfilar a jóvenes y padres ataviados con las famosas bandas cruzadas de colores que lucen en los trajes largos. También veo a gaznápiros con pajarita, en muchos casos repetidores contumaces que han logrado superar el ciclo formativo de marras más por cagalástimas que por otra cosa. Y lo que más me sorprende es que luzcan el birrete universitario quienes no lo son siquiera.

En mi caso, superar cualquier escollo docente no era premiado ni reconocido, simplemente era mi deber. No se premiaba con coches o con un implante de pechos. Y es que eso de regalar y agasajar por cumplir con tus obligaciones como hijo o como estudiante lleva con el tiempo a minusvalorar el esfuerzo y a banalizar la realidad. Refrán: Hay alguien tan inteligente que aprende de la experiencia de los demás (Voltaire)

martes, 21 de mayo de 2019

Familia interespecie

Cuando llego del periódico a casa, nada más dar una primera vuelta a la llave, Dalí ya está saltando al otro lado de la puerta. Gala, siempre algo más apática, se despereza en el sofá. Dalí casi me derriba frotándose contumazmente sobre mis pies, haciendo ochos y dejándome el pantalón lleno de pelos. Lo primero que hago es darles de comer por riguroso orden jerárquico. Dalí comerá en la salita de la música su pienso especial contra los eczemas y tendré que cerrar la puerta para que no salga corriendo a la terraza, donde Gala ya está afilándose las garras y maullando sin parar pidiendo alimento para gatas castradas de atún y pollo. Una vez repuestos sus cuencos ya no les importaré nada.

Entonces será el momento de dirigirse al acuario. Todos los días tengo que limpiar las algas del cristal y controlar la temperatura, dureza y ph del agua. Si no hay que hacer ninguna corrección simplemente les daré de comer a los peces. Por la mañana, escamas; por la tarde, pellets; por la noche, larva de gusano rojo del Amazonas y si es festivo artemia salina (un microcrustáceo) congelada o viva.

Aún no me he puesto el delantal para meterme en la cocina a preparar la cena y me dirijo al gambario. Allí en apenas 20 litros mis gambas neocaridinas se alimentan de espirulina y pastan tranquilas en el verde musgo de java. Tienen regulada la temperatura por calentador y compruebo la conductividad del agua. Perfecto. Algunas están ya ovadas y pronto habrá nuevos habitantes en el gambario. ¡Qué alegría!

He dejado a los gusanos de seda para después de cenar. En su caja de zapatos llena de agujeros, dan cuenta cada día de cinco o seis hojas de morera. Elimino las viejas, les tiro las cacas e inspecciono por si alguno hubiera hecho el capullo. Nada. Habrá que esperar. Finalmente limpio el hormiguero que tengo en el cajón de la entrada. Tengo una hormiga reina desde septiembre y el otro día puso huevos que no prosperaron. Le dejo un poco de aguamiel en el tubo. Me tiro en el sofá, suspiro y pienso. ¿Pero quién es la mascota de quién

martes, 14 de mayo de 2019

El laberinto ‘buñuelesco’ de Fermín Solís

Buñuel en el laberinto de las tortugas de Salvador Simó es en la animación extremeña como el Akira de Katsuhiro Otomo para el cine japonés. Habrá un antes y un después de esta película en la que el talento extremeño rezuma por cada fotograma.

He de confesar que ya sentía admiración por la novela gráfica del cacereño Fermín Solís. La traslación al cine y al color de su universo se ha hecho de forma coherente y hace disfrutar al espectador desde el primer minuto del filme. Y no era nada fácil la historia, ni el tema: El universo de Luis Buñuel y su no siempre bien comprendida mirada a la comarca de las Hurdes plasmada en la película Tierra sin pan. Cine dentro del cine.

La acción comienza en París, donde las vanguardias artísticas bullían en torno a un surrealismo que Dalí lideraba. Buñuel aparece como el ‘niño malo’ de este movimiento envuelto en la incomprensión.

La cinta de animación redescubre la figura un amigo de Buñuel, el escultor y pintor Ramón Acín, quien tras ganar un premio en la lotería decide financiar un trabajo complejo en el lugar más inhóspito del continente europeo. Por cierto que Acín desaparecería y volvería a aparecer de los créditos de la cinta tras ser fusilado por anarquista.

Muy interesante es la recuperación del Buñuel niño, su tormentosa relación con su padre y las ensoñaciones surrealistas que trufan esta joya de los dibujos animados.

Otro acierto del filme es que incluye algunos fotogramas de la película original, aunque sin ‘destriparla’, lo que sin duda aumenta el interés de los aficionados al séptimo arte. Además la banda sonora de Arturo Cardelús es una delicia que apuntala la epopeya narrativa.

No soy experto en cine, pero auguro un gran futuro para Buñuel, en el laberinto de las tortugas. Lo que siento es que haya sido la presión popular la que haya obligado a su proyección en salas convencionales. Algo va muy mal en este país cuando esta maravilla queda vedada tan solo a unos pocos ojos privilegiados. Refrán: Una película de éxito es aquella que consigue llevar a cabo una idea original. (Woody Allen)

martes, 7 de mayo de 2019

Nostalgias de los gusanos de seda

En mis tiempos mozos -hoy me toca el rol de abuelo Cebolleta- no había móviles, ni tabletas, ni consolas, ni nada que se le pareciera. La calle era nuestro escenario natural y en ella se desarrollaba, para bien o para mal, nuestro mundo. En casa me esperaban la merienda, los deberes y los payasos de la tele, pero muy dosificados. Todavía recuerdo con emoción cuando vi -con los catorce años correspondientes- mi primera película con un rombo.

Lo cierto es que de ese mundo de limitaciones no he salido con ningún trauma aparente y con espíritu crítico sobre la realidad. Todo eran privaciones entonces. Todo lo más que nos dejaban era tener gusanos de seda.

Cuando era niño, ser poseedor de una caja de zapatos con su par de decenas de gusanos era todo un privilegio y un orgullo. Me pasaba las horas viéndolos comer, limpiándoles amorosamente las hojas y -todo sea dicho- haciéndoles alguna ‘perrería’. Los gusanos enseñaban el proceso de la metamorfosis de algunos animales y tenía algo de magia esperar a que saliera la mariposa del capullo. Y eso eran nuestros ‘ordenadores’, lo que nos fascinaba entonces.

Estos días he vuelto a ver por los árboles de la ciudad de Cáceres una hoja de papel fotocopiado anunciando que se vendían gusanos de seda y un teléfono de contacto. Me ha alegrado tanto que he quedado con los vendedores (por wasap, eso sí) para comprarles 5 euros de gusanos con su correspondientes moreras.

Ahora tendré que variar mis rutas del colesterol hacia los parajes donde hay moreras para recolectarlas pacientemente y sin hacer ningún deterioro. Suelo aprovechar las hojas que el viento ha tirado al suelo para no tener que arrancarlas.

Durante unos días volveré a ser el niño de hace cuarenta años y seré feliz sin necesidad de estar atado a una máquina, de ser esclavo de aventuras virtuales. La diversión la tengo encerrada toda en una caja de zapatos. Refrán: Lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los humanos