martes, 16 de marzo de 2021

Campanas en el patio

Las campanas de la iglesia repiquetean desde bien temprano este domingo. Estoy en la solana de la casa del pueblo. El sol invade con sus tímidos dedos primaverales las zonas umbrías de la terraza. Llaman a entierro, por dos veces, en la luminosa mañana de marzo. Tengo entre mis manos El huerto de Emerson, de Luis Landero, y me siento identificado con él, perdido en un cementerio, desorientado e incapaz de encontrar el panteón familiar. Pienso en que las campanas son el cordón umbilical que nos une con la vieja sociedad acústica, cuando eran las anunciadoras de las actividades trascendentes para el hombre: misas, entierros, casorios, fuego… Todavía la digitalización no ha llegado hasta ahí, pero pronto lo hará. Y seguro que algún algoritmo infame acabará en breve con el oficio de campanero.

A mi lado, ronca la gata Luna, vieja moradora de estos tejados donde las azaleas, los jazmines, y hasta unos tulipanes que traje de Amsterdan, abren ya con decididos dedos los capullos de sus flores. Luna es tuerta, negra zahína y tiene muy malas pulgas. No le quita ojo (el único que tiene) al canario de plumaje verdoso y desgarbado cuando salta de un palitroque a otro en la jaula. Es el único ruido que escucho junto con unos hipidos que pretenden ser su canto, atrapados entre la realidad y el deseo. Desde la solana, si miro hacia abajo, veo todo el patio familiar, mudo testigo de la vida. Allí se han vestido de serrana las mujeres de la casa por San Blas, se han reunido todos para festejar bautizos y bodas, se han cosido sueños y bordado historias. Y el patio está ahí como un último bastión impenetrable de los lares familiares, casi a salvo de los virus asesinos, como un útero materno perenne. Algunas abejas y mariposas comienzan a libar de las flores. Entonces me doy cuenta de la suerte que tengo de estar perdido en el patio. Refrán: Según me encuentre el patio, así haré.