martes, 30 de agosto de 2022

De repente, el último verano

Es bien sabido que el miedo es un arma empleada por los estados para el control social. Los medios de comunicación somos también responsables de la inyección de temor que se ha inoculado en la ciudadanía de forma sibilina. De un tiempo a esta parte se nos previene constantemente sobre la gran crisis económica del otoño y se nos impele a disfrutar de este verano, que será «el último» de cómo tenemos conceptuado los veranos, al igual que en la película de Mankiewicz. Seguro que estos avisos están basados en certezas y análisis de expertos, pero, no obstante, tengo algunas dudas sobre la intención final de tanta advertencia. Porque el miedo persigue la sumisión de la ciudadanía y no cuestionarse la realidad de forma objetiva.

Tras una pandemia que dura más de dos años, un volcán, una crisis económica, una climática y otra energética, una guerra en el corazón de Europa y la irrupción del virus del mono, los ciudadanos se han puesto en ‘modo alerta’ y no se sorprenderían si se produjera una invasión alienígena en este escenario donde la incertidumbre manda. El ser humano en esta situación de estrés reacciona de forma irracional, e inconscientemente trata de volver a lo que considera orden anterior o lo que los estados y gobiernos señalan como tal. La sumisión colectiva en aras de esa vuelta a la normalidad -¿les suena?- es el objetivo de los políticos, que encuentran en el miedo un instrumento para perpetuarse en cargos y poltronas.

El otoño nos lo pintan apocalíptico. Ojalá se equivoquen en sus predicciones los gurús. Solo espero que los medios de comunicación sigan cumpliendo esa función de tábano que pica al caballo de la sociedad para mantenerla alerta y crítica sobre lo que se avecina. Sin duda hay razones para estar prevenidos por lo que pueda venir, pero ojo sin sacar las cosas de quicio. Si nos insertamos en la negatividad no podremos salir de esta anomia que está siendo más larga que un día sin pan.

martes, 23 de agosto de 2022

Mitos y mitos: Elvis e Hilario

Todos tenemos nuestros mitos. Estaban ahí y, de pronto, se esfumaron, dejándonos huérfanos de algo, de un qué sé yo qué en lo hondo de nuestra alma. A veces, con el tiempo, fueron reducidos a un mero icono pop, como Ché Guevara, figura clave del siglo XX, que ahora es apenas la difuminada foto de Korda en la cabeza de nuestros jóvenes. Los mitos son una primera respuesta a lo cambiante de la nuestra existencia, sirven para explicarnos la puñetera realidad. Un 16 de agosto de 1977 se nos fue Elvis Presley. Se le paró el corazón y a los amantes de la música también. Poco más. Ese vozarrón, ese talento para el baile, esa forma de rasguear la guitarra y dar riñonadas asincopadas, se esfumó como una gaviota en la niebla. Los mitos son seres humanos únicos, irrepetibles, originales, con dones excepcionales. No hay duda que el de Tupelo (Misisipi) era el auténtico rey del rock. Lo que vino después de él han sido imitaciones y desarrollos más o menos acertados. También otro rasgo que caracteriza a los mitos es su lado oscuro. Es notoria la descomposición en que se convirtió la vida de Elvis en los últimos años: excesos de todo tipo le llevaron al sobrepeso físico y mental. Pero los mitos no son todos iguales. También un 16 de agosto (2006) fallecía Hilario Camacho. Mi mito y otro músico excepcional, personalísimo y con un talento prístino. La última banda con la que ensayó y con la que preparaba la gira que nunca pudo empezar era extremeña. Pero Hilario no compartió la misma cara del éxito que Elvis. Todo el mundo reconocía su valía, pero jamás las discográficas apostaron por él de forma clara. Estaba, como él decía, «en la cara B» de la vida. Antes los discos tenían cara A (el tema estrella) y cara B (una canción con menos recorrido). Ahora que Spotify lo peta explicar esto es como predicar en el desierto. En fin, que incluso entre mitos los hay de Primera División y de Regional Preferente. Eso sí, están vivos en nuestros corazones mientras escuchemos sus canciones.