martes, 30 de marzo de 2021

Amargura

Llegó el Sábado de Pasión y pasó el Domingo de Ramos. De no estar inmersos en esta tragedia sanitaria y económica hubiera hecho estación de penitencia la cofradía sevillana a la que pertenezco. Me van ustedes a perdonar, pero, a pesar de mis treinta años de residencia en Extremadura, la hermandad de San Juan de la Palma (la Amargura) aún es un cordón umbilical que me une a mis hermanos y padres, a mis orígenes hispalenses. Sin duda, las cofradías de toda Extremadura tienen méritos de sobra, pero permítanme que sienta como propias la túnica blanca con cinturón de esparto y la cruz de malta sobre fondo rojo de los nazarenos de la Amargura. No soy habitual de cultos piadosos, ni de triduos, ni de liturgias ‘capillitas’, pero este segundo año sin Semana Santa en la calle, me deja un regusto muy amargo. No se trata de ninguna exaltación estética o folclórica. No es la añoranza ñoña de un día al año con hambre de capirotes, luz, saetas y bulla en las calles. 

La Amargura es como ese territorio seguro que siempre está ahí, con ese mensaje continuo de humildad y templanza que significa el silencio de Jesús ante el desprecio de Herodes. En la parroquia de San Juan de la Palma se han casado mis hermanos, bautizado mis sobrinos, y, de no haber pandemia, mi padre asistiría a las misas sabatinas. La Virgen de la Amargura ha sido objeto de ruegos y rezos familiares desde que tengo uso de razón. 

Estamos inmersos ahora en una larga noche oscura del ser humano, pero no es tiempo de instalarse en el pesimismo. Tenemos la inmensa suerte de tener todos muy cerca, en nuestras parroquias y templos, imágenes que nos hablan en estos días y siempre, en silencio, de la importancia de aplicar la misericordia y el amor a cada uno de nuestros actos vitales. Y solo a través el amor saldremos de este tremendo atolladero en el que estamos metidos. Refrán: En domingo de Ramos el que no estrena se queda manco.

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