martes, 18 de septiembre de 2007

HASTA LA VICTORIA SIEMPRE QUE PUEDA

Yo tuve un hermano. No era hijo de mi madre, ni de mi padre. No nos vimos nunca. Eso no importaba. Tuve un hermano sin yo saberlo. Murió hace cuarenta años. Antes de que naciera. Pronto se cumplirán ochenta de su nacimiento. No me gusta el ejército y tengo un comandante. La historia tiene pasajeros especiales. Ernesto Che Guevara es uno de ellos. Más allá del icono pop y la foto de Korda . Más allá de la quincalla y la mercadería que han hecho con su recuerdo. El poeta eres tú, comandante. No sé por qué me acuerdo hoy del Che. ¿Será que no veo más que mediocridad y tibios a mi alrededor? ¿Será que ya estoy hastiado de lametraserillos y abrazafarolas? ¿Será que soy consciente de que el capitalismo nos ha engullido a todos y ha ganado la partida?
Recuerdo haber hecho hace ya muchos años una entrevista al cuñado del Che, que por entonces trabajaba en Cruz Roja. Era hermano de su primera mujer, Hilda . Fue director de periódicos en Cuba, aunque se trataba de prensa de partido. Me contó anécdotas del lado humano de este hombre que siempre huyó de favoritismos y quiso repartirlo todo entre sus hermanos. Y probablemente no tendría motivos para hablar bien de la Revolución. ¡Qué pocos "Ches" veo a diario y cuánto mamoneo en todos los órdenes de la existencia!
A veces, en la cama, antes de dormir leo algunas de tus frases y sé lo difícil que es Morir de pie antes que vivir arrodillado . Refrán (de Carlos Puebla): Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia de tu querida presencia, comandante Che Guevara.

LOS OLVIDADOS SANTOS INOCENTES DEL 11-S

El mundo tembló aquel día. El terror se hizo global. Las torres de Babel caían ante nuestros ojos. Llegó la anomia. El odio acumulado se concentraba en Manhattan. Siempre me fascinó esa isla. Desde aquel día mucho más. Hispanos, negros, oficinistas, limpiadoras, botones, camareros, banqueros, ejecutivos... Todos se hicieron un amasijo de sangre y detritos humanos. Algunos creían ver al mismísimo diablo en esos hierros retorcidos. Pero solo era la cara de la venganza, de la revancha del fundamentalismo frente a un capitalismo que --desde entonces-- duerme con un ojo abierto, o más bien, que ya no puede conciliar el sueño. A partir del 11-S todo ha sido una espiral de destrucción y muerte a manos de un presidente con alma de vaquero o de tahúr del Misisipi.
Y los civiles, el pueblo, los seres humanos, siguen retorciéndose de dolor en un lugar del que solo importa el petróleo. Sí, están lejos. Hablan raro. Son de otra religión: son enemigos, está claro... ¿Duerme Aznar tranquilo con tantas muertes a su espalda por hacerse una foto con su señorito? ¿Y Blair , será feliz en su retiro? Impusieron una nueva enseñanza: atacar a tu enemigo antes de que se lance sobre ti. Ni a Hitler se le hubiera pasado por la cabeza tamaño despropósito fascista. La democracia impuesta es una tiranía encubierta. Señor Bush , el próximo domingo cuando esté en misa, por favor, no se olvide de rezar por ellos, por los santos inocentes de su sangrienta guerra. Y no se olvide de comulgar, si aún considera que Dios lo tiene en su gracia.

UN MARRONAZO, DE NOCHE, EN LA PLAZA

El teléfono sonó a las dos de la mañana de un domingo hace años. La voz femenina --visiblemente alterada-- preguntó por Abelardo . Era obvio que se avecinaba lo peor. Aquella chica a la que di mi teléfono con la ilusión de que alguna vez llamara, en medio de su crisis, había pulsado todos los números que vio en su agenda. Yo, cómo no, aparecí en la lista tras varias llamadas infructuosas al tal Abelardo, imagino.

--Me muero, por favor, estoy en la plaza, junto al Farmacia de Guardia.
--¿Pero qué te pasa? --Me muero, por favor, Abelardo, ven. No tardes ni hagas preguntas. Estoy en las últimas...

Cuando llegué a la plaza Mayor no había un alma. Noche cerrada y frío. Ni siquiera el taxi sempiterno que suele estar allí. Solo ella, mi secreta flor de deseo que se revolcaba sobre su propio vómito, con los coloretes desvaídos y la raya del ojo emborronada y corrida. La mirada estaba perdida y la posición, fetal. Bueno, tenía una melopea de campeonato, fruto del tequila y las cervezas indigestas de un domingo por la noche en un antro cuyo nombre da dentera pronunciar. Demasiado grogui para ir hasta el coche. Demasiado alcohol para apoyarse en mi hombro. Al final vino la ambulancia. Llegamos a urgencias. En el delirio seguía llamando a Abelardo y gimoteaba quejándose de su soledad. Cuando un café y varios inyectables la volvieron en sí, la metí en el coche y la llevé a su casa. No la volví a ver, pero creo que nunca olvidará lo bien que Abelardo se portó con ella esa noche Refrán: ¡Ay Abelardo cómo eres que no se olvidan de tu nardo!