Desde que vivo en pareja me sucede un misterio que, a pesar
del paso de los años, sigo sin resolver: Me desaparecen mis calcetines. Podría
parecer un asunto sin importancia, pero no, nada más lejos de la realidad. Cada
vez que voy a tender la ropa el número merma, me encuentro calcetines sin su
pareja, e incluso algunos cuyo color y forma recuerdo perfectamente y que, sin
embargo, no están ahí, donde deberían. Por contra los calcetines de mi pareja
están todos, ordenados, uniformados, no falta ni uno. ¿Por qué?
Podríamos pensar que se trata de un caso aislado, de una
anécdota achacable a mi proverbial despiste. Eso creía yo. Los domingos por la
tarde me siento en el salón de la casa con la montaña de calcetines, tratando
de encontrarles su pareja. Miro en el cubo de la ropa, por si se hubieran
quedado allí. Indago en el de la basura por si los hubiera tirado junto con los
desperdicios de la cena. No. Con el tiempo el número de pares completos se
diluye mientras crece el de los solitarios. Creía que este misterio sólo de sucedía
a mí. Este fin de semana comentándolo con otras parejas me he dado cuenta de
que la incógnita se agigantaba. Todas las mujeres de mis amigos se quejaban de
que desaparecían los calcetines de sus chicos, también sin motivo alguno. Ellos
se aprestaban a explicar que tampoco entendían el motivo de ese sindios. Ello
me lleva a reflexionar sobre la brecha entre hombres y mujeres, todavía enorme
en todos los sentidos...
Nuestra falta de celo nos lleva a los hombres a
despreocuparnos por las cosas de la casa, que encasquetamos a ellas, diligentes
y eficaces. Nosotros estamos desorientados ante la colada y las tareas
domésticas, perdidos ante una montaña de ropa por clasificar. Mientras, seguiré
buscando parejas de esta prenda, los domingos, como un ritual que sólo es un
homenaje a mi morrocotudo desastre vital masculino. Refrán: Los calcetines solo
generan tomates.