martes, 1 de abril de 2014

Cuaresma, mucho más que olor a torrijas

Muchos amigos me preguntan --con cierta sorna y mala leche a partes iguales-- cómo desde una óptica progresista puede defenderse la Semana Santa, y especialmente la de Sevilla. ¡Ay, ortodoxos compadres de mis pecados! No conozco fiesta más culta, ni más arraigada en el pueblo, ni que despierte en mí más recuerdos sensoriales tan altos que en ellos no caben resquicios para el mal gusto. Estamos en tiempo de Cuaresma y a mi mente regresa la alegría de poder salir de nazareno en mi cofradía por primera vez. Vuelven los olores a las torrijas de mi madre y a los potajes de bacalao. Rememoro los consejos de mi padre a la hora de ceñirse la túnica y al verdadero significado de la palabra penitencia. Revivo la alegría que supuso ver a mi hermana vestida de nazarena de La Amargura. Y deseo el reencuentro con los amigos de toda la vida durante la Semana de Pasión. Eso no puede explicarse en ningún dossier turístico, ni lo puede verbalizar ningún político ni miembro de la curia. Esto no es el opio del pueblo, sino la explicación a escala humana de algo sucedido hace más de dos mil años y que ha marcado al mundo profundamente. No hay que olvidar la labor social que realizan las hermandades con colectivos desfavorecidos de la sociedad. Las cofradías eran las oenegés del siglo XV que han perdurado hasta nuestros días. Sí, están las bullas, los señoritos chulos que no entienden nada, la masificación y la vulgarización, como sucede en todos los órdenes de la vida. Pero si la Semana Santa en España no es un crisol de buenos deseos del ser humano, entonces que baje Dios y lo vea. Refrán: ¿Religión o paganismo? ¡Qué más da, si da lo mismo!