Los Reyes Magos de Oriente, de los que se decía que eran
santos, a veces traen presentes envenenados. Este año me las prometía felices
con mi flamante ‘pulsera de actividad’, una especie de reloj que no solo marca
las horas, sino que se convierte en una verdadera señorita Rottenmeier de tu
vida. Como todas las cosas que carga el diablo esconde -detrás de una buena
intención como es potenciar tu actividad física- un control absoluto, casi como
estar siempre a las órdenes de un señorito cortijero con muy mala baba.
Lo primero que hace el aparato es conectarse a tu móvil, con
lo que la confabulación de ambos artilugios es letal. Sobre todo porque se
convierten en un auténtico chivato de todo lo que haces: que si has andado
mucho, poco, con qué ritmo… El móvil empieza a marcarte objetivos y te premia o
te regaña si no llegas. Cada kilómetro que haces se hace un comentario sobre tu
‘velocidad de crucero’ y cuando acabas tu caminata te envía un plano con todo
lo andado, las calorías quemadas y con la posibilidad de enviarlo a tus redes
sociales. ¿Y yo para qué quiero que mis amigos sepan que la ruta anticolesterol
que hago a diario pasa por Casa Plata o por Moctezuma? Pues nada, parece que se
trata del último grito. Después de llevar la pulsera unos días te sorprendes a
ti mismo midiéndote el ritmo cardíaco cada diez minutos, preso de una
hipocondría mayúscula.
Pero eso no es lo peor. Lo más curioso es cuando te mide la
calidad de tu sueño. A mí empezó a decirme que apenas dormía, y no solo eso,
sino que comparaba mi sueño con el de otros usuarios colocándome en un ranking
diabólico, en los últimos puestos. Como todo buen tirano la pulserita de marras
ya se ha convertido en un juguete para adultos indispensable para la vida. Pero
prometo que en cuanto me ponga en forma me desharé de ella… Aunque lo mismo
dije del móvil. Refrán: No creo en el destino porque odio pensar que no soy yo
quien controla mi vida.