Salvador Távora se nos ha ido y la palabra ‘honradez’ para
definir su trayectoria se queda chica. El teatro está huérfano de uno de sus
más fecundos creadores. Pero no podemos olvidar que el corazón del director de
La Cuadra ha pasado sus últimos años angustiado por las deudas contraídas por
su pasión por el teatro... ¡Qué ironía! Insuficiencia cardíaca para un corazón
en el que cabía toda Andalucía y su honda queja.
Su silla de enea verde, desde donde dirigía, está más sola
que nunca, allí, en ese teatro que levantó en 2007 en El Cerro del Águila, en
la antigua Hytasa, donde trabajó como soldador, y que ha acabado enterrándolo.
Porque Távora, de sonoro apellido como una castañuela, era un obrero. También
fue torero y cantaor. Quizá por eso su teatro está al margen de todos los
tópicos que han lastrado Andalucía y han hecho de ella la caricatura que ha
permitido a los señoritos y a los políticos vivir como viven de ella, a golpe
de topicazo.
Me río yo de la cuarta pared y del método stanislavski.
Távora metía en el escenario un caballo y aquello te dejaba totalmente
boquiabierto. Y encima tenía sentido. Lidiaba un toro en medio de Carmen y se
quedaba tan pancho. Comprendía la alta carga teatral que lleva implícita el
toreo. Por cierto, que la Generalitat de Cataluña prohibió que se representara
en su territorio en dos ocasiones. Sí, esos que van ahora de ultratolerantes.
Távora era la queja flamenca hecha compromiso social. Golpeaba las conciencias
con la fuerza de un puñetazo, pero solo empleaba imágenes y palabras. Se ha ido
un insustituible. Ahora, los que le negaron la ayuda cuando se arruinó con su
teatro saldrán en la foto de pésames y condolencias. ¡Qué vergüenza!
Hacen falta muchos Távoras para que llegue el cambio que
todos estamos deseando. Él ha lanzado su último ‘quejío’. En nosotros está
hacer de su obra una reivindicación eterna. Refrán: A la aceituna y al gitano
no los busques en verano.