martes, 8 de abril de 2008

FINAL PREVISIBLE DE UN HOMBRE ENVIDIOSO

Tenía celos de todo. De su padre. De su hermana. De su vecino. Del frutero de la esquina. Del extraño que se encontraba en el ascensor. De todos. Siempre había algo --qué sé yo el qué-- que le empujaba a tener una envidia enfermiza. No paraba hasta ver hundido en la desesperación al objeto de su inquina. Los norteamericanos asocian el color verde a la envidia. Pues bien, este hombre tendría entonces un color de piel como los guisantes. En el garaje se entretenía rayando con las llaves las carrocerías de otros coches de más gama que el suyo. Por las noches, cuando todos dormían escribía extrañas pintadas en los descansillos de las escaleras insultando a los vecinos.
Cuando hablaba con su madre procuraba poner verde a sus hermanos y tratar de decantar la balanza de su cariño hacía él, haciéndose pasar por víctima. Además, era un maestro de la interpretación. Había seducido a la directora de la empresa en la que trabajaba para poder ascender rápidamente. Era una agencia de viajes, un negocio familiar. No coincidían en edad, ni en formación ni en belleza. Los dioses dan extraños dones a los más impíos. El, un pibón. Ella, la bruja avería .
--Al corazón no le busques razón, contestaba él a quienes ponían en duda su relación.
Llegó muy lejos. La dueña murió y él controló la compañía chupándole la sangre a los empleados. Un día, antes de morir, miró al sol y levantó su brazo lleno de arrugas y colgajos.
--Pronto seré más brillante y cálido que tú, le dijo al sol.
Tenía razón. Al día siguiente lo incineraron. Refrán: El hombre celoso es siempre muy vanidoso