martes, 17 de octubre de 2017

‘Posverdad’ y ‘poscensura’

He aprovechado el pasado día festivo para ponerme al día en términos relacionados cuyo significado no tenía muy claro. Así, me he dado cuenta de que la tan traída y llevada ‘posverdad’ ha existido toda la vida. La ‘posverdad’, a mi humilde entender, no es más que la verdad a medias, el bulo, el embuste sutil, el equívoco del que se aprovechan algunos, la falta de respeto a la verdad, las mentiras a medio cocer, lo que de toda la vida de Dios se ha llamado mentira. Vamos, la trola. Ahora con un prefijo latino algunos gurús de la comunicación nos quieren hacer tragar con sus particulares ruedas de molino, fabricadas a base de fraudes en el laboratorio de la consultoría.
El periodista tiene que luchar con las presiones de los poderes económicos y políticos, y con las fuerzas internas del medio en que trabaja. Antes los ‘tirones de orejas’ venían de las escasas cartas al director. Ahora la opinión de los lectores se articula en comentarios en los que, tras el anonimato, se esconden frustraciones, odios africanos, cuando no inquinas directas hacia el redactor.
En la era de la ‘posverdad’ ha nacido la ‘poscensura’, un miedo que a veces surge entre los redactores cuando escriben pensando en no levantar las iras de la legión de trols que, azuzados por intereses partidistas, se dedican a agitar los ventiladores de los comentarios para llevarse el ascua a su sardina. O también cuando los redactores escriben para agradar siempre a su caterva de palmeros.

Ahora todo el mundo se ha convertido en medio de comunicación. El ciudadano no distingue entre el bloguero, el informador, la web, la opinión de un trol, del Periscope o el periodismo auténtico. En ese río revuelto la gran víctima es la verdad, convertida en ‘posverdad’ y ‘poscensura’, no vaya a ser que alguien se moleste y te mande a los columpios con un comentario malintencionado en la red de redes. Refrán: Con el tiempo, es mejor una verdad dolorosa que una mentira útil. (Thomas Mann).

martes, 10 de octubre de 2017

Seriéfilos

Si no has visto House of Cards no eres nadie. Eso me decía hace pocas fechas un amigo. No entiendo esa pasión desmedida por ver series de televisión, que reina en todos los ambientes. Eso es indicativo de dos grandes cosas: una que tenemos mucho tiempo libre (algunos) y otra que nos están adormeciendo la mente. No entiendo cómo hay parejas que se pasan los fines de semana o las noches hasta altas horas de la madrugada hipnotizados por la caja tonta. Eso solo conduce a la idiotez y a no preocuparnos de temas que importan de verdad.

Las series norteamericanas arrasan. Me recuerdan mucho al ‘soma’ de George Orwell de 1984, que idiotizaba a la gente. Presentan mundos fantásticos como el de Juego de tronos, en los que se dirimen luchas entre reyes medievales.
La única serie que he seguido en mi vida es Verano azul. Lo que vino después fue degeneración. En el trabajo, en el bar, las conversaciones giran en torno a supuestos expertos en determinadas sagas ‘seriéfilas’. Yo me siento desplazado entre mis amigos porque quiero hablar del último libro que he leído o del periódico del día.
Existe la creencia de que las series españolas han subido mucho de nivel y algunas están a la misma altura que las norteamericanas. Eso es verdad en cierta medida. La factura técnica es mayor pero la fórmula es la misma: crímenes y tramas muy enredadas. Me dicen que El ministerio del tiempo es de un gran nivel. Yo vi un capítulo y era un disparate tras otro. Eso sí, la ambientación y los efectos especiales han mejorado mucho desde Anillos de oro, una serie de Ana Diosdado con amor, intriga y crítica social. Pero eso ya no lo queremos. El espectador no desea calentarse la cabeza, prefiere el encefalograma plano.
Mientras tanto yo seguiré desplazado en mi vida social y alucinado con que haya gente con tanto tiempo libre, enganchada a estos culebrones, mientras que los problemas sociales siguen larvados, creciendo y minando nuestros derechos elementales. Refrán: No hay opiniones estúpidas, sino estúpidos que opina