martes, 9 de enero de 2024

El gélido día después

El dolor que rezuman los telediarios es real. Esas tragedias suceden cada día en nuestro mundo, ese que creemos perfecto, donde solo algunos tenemos acceso al calor y la comida

Pasaron la noche más buena del año y las celebraciones de la Nochevieja. El calor de los fogones ya se disipó. Atrás quedan las ocurrencias de los cuñados, los ojos húmedos por el reencuentro con los lejanos y las sillas vacías de una mesa cuyos comensales menguan y crecen con el paso del tiempo. El portal de Belén preside los salones con su musgo mortecino y sus figuras de barro, que contemplaron varias generaciones con ilusión. El Niño Jesús aguarda en el Belén los rezos de abuelos y nietos antes de que se vayan a dormir. Es una liturgia conocida que puede engañarnos y convencernos de que todo está en orden, pero no es así.

Hace frío en este mundo, mucho frío. Mientras nuestras cabezas se preocupan de asuntos banales como la hipoteca, el coche o si se nos ralentiza el móvil, la tragedia nos amenaza. La estampa poética helada se transforma en una realidad que corta como un cuchillo, que hace daño en cuanto que cualquier ser humano en cualquiera de las guerras de este mundo no tiene un jergón donde recostarse, en cuanto un niño pasa hambre o conoce la dura realidad de las bombas y la muerte. Sí, afuera, pero no muy lejos, hay una desolación enorme que atenaza familias en forma de guerra, persecución política, desigualdad, migración o falta de recursos. 

El dolor que rezuman los telediarios es real. No se trata de atrezo, de impostura o de una fábula. Esa tragedia sucede cada día en nuestro mundo, ese que creemos perfecto, aquí, donde algunos tenemos calor y comida. No lo dudemos, hay niños que en un segundo se han convertido en adultos por mor de un misil, un bombardeo o una emboscada. Hay niños que crecen en la cultura de la venganza para repetir un patrón de odio por los siglos de los siglos. En sus ojos se concreta toda frialdad humana y el máximo dolor posible.

Vivimos días extraños, de anomia, de destrucción sin sentido. Todo parece resquebrajarse en un planeta Tierra que no cuidamos y estamos convirtiendo en un estercolero. No hay luces, no hay referentes, ni guías, solo este tremendo frío que nos rodea y nos congela el pensamiento para que no podamos ser críticos con quienes fomentan este desastre. Ya no nos salva ni la poesía. Aun así, a pesar de todo, hay quienes te desean en estos días una feliz Navidad y próspero 2024. 

Elegía al último mantecado

Están ahí, incólumes, como supervivientes de una odisea. Han soportado los envites de niños, abuelos, cuñados, visitas imprevistas, y amigos que solo vuelven por Navidad al gorroneo ritual y habitual. En la mesa del salón de todos los hogares extremeños se ha ido reponiendo cada día una apetitosa bandeja con mantecados, bombones, roscos de vino (denostados injustamente), frutas escarchadas y turrón en todos sus formatos y presentaciones imaginables. El domingo pasado fue su último día de gloria. Ahora en la mente de todos están presentes los remordimientos por los excesos de estos días de fiesta y encuentros, en los que la ‘bandejina’ de dulces ha sido el frontispicio con el que se recordaba que eran jornadas de fraternidad y agasajos. Diariamente, las abuelas y los cabezas de familia se ocuparon con fruición de que estuviera llena, que fuera un trasunto de copiosidad real o fingida. Lo importante es que presidiera la estancia.

Ese interés por instalar un cuerno de la abundancia en el salón de casa bien puede tener su origen en otras Navidades, las de nuestros abuelos, en las que no había apenas unas peladillas incomestibles, turrón del duro y los roscones estaban más secos que la mojama. Tenían unas frutas escarchadas rojas y verdes que daban grima y estaban espolvoreados con unas harinas resecas que tiraban para atrás. Ahora, en el mundo globalizado, los conservantes y las manos de los maestros obradores han conseguido que ese último trozo de roscón, esos bombones o ese mantecado aguante impertérrito en el ángulo oscuro de la mesa del salón, diciendo «¡Cómeme!». Entonces en tu cabeza se activa un falso sentimiento de aversión hacia ese héroe de la resistencia navideña, justificándote a ti mismo de no comerlo en aras a esas supercherías del colesterol y la línea. A veces, si te descuidas, el mantecado aguanta hasta principios de febrero. Y si te lo comes está igual de bueno que el primigenio del 24 de diciembre, y te traerá recuerdos de cuando los Reyes Magos no traían lo que pedías, pero no importaba, y todo era armonía y misterio. Ahora los Reyes Magos nos inundan la casa con ordenadores, videojuegos y otras zarandajas de la realidad virtual y la inteligencia artificial, pero nunca se podrán igualar al sabor de ese mantecado último y postrero, que sabe a gloria, a recuerdos de esos tiempos que nos parecen mejores por culpa de este polvorón final con aromas a vida eterna.