martes, 27 de marzo de 2018

Másteres de ‘pinta y colorea’

Las dudas que revolotean sobre el máster de Cristina Cifuentes ponen la lupa sobre las titulaciones universitarias de ‘pinta y colorea’. Profesores y alumnos llevan tiempo alertando sobre el fiasco de estos ‘másteres del universo’ que solo sirven para engordar el currículo de unos y las arcas y la vanidad de otros. Se trata, además, de un problema que extiende la sospecha tanto por la universidad pública como por la privada, más pendientes de la rentabilidad y de la pátina de alumnos ‘prestigiosos’ que de ofrecer una formación con las exigencias requeridas.

No es el caso de todos los másteres. Existen algunos que son incluso imprescindibles para un desempeño profesional con todas las garantías. La realidad es que los alumnos denuncian que en algunos másteres –no todos, insisto-- no hay clases presenciales o cuando las hay son superficiales y con los mismos contenidos que los de la carrera.

Durante el curso pasado se impartieron 3.772 másteres, unos 50 por universidad. Una locura en una institución cada vez con menos alumnos. Cada departamento quiere tener su máster, porque los profesores que no imparten posgrado son considerados ‘apestados’ en el ámbito docente.

A pesar del control que ejerce la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (Aneca) se está produciendo una inflación de títulos con unas exigencias de risa, en plena cultura del ‘esfuerzo cero’.

Estamos hablando de másteres, pero también se expiden títulos de grado, entre ellos el de ‘periodismo online’ a precios «negociables y con facilidades de pago», según publicidades que me han saltado navegando por internet.

Sin ‘hablar del peluquín’ de los cursos de formación online que ofrecen los sindicatos. Los puede contestar el ‘cuñao’, con el temario delante y con tiempo ilimitado y oportunidades varias. Está claro: el grave problema de nuestra sociedad es la formación, pero nadie lo quiere ver. Hay mucha pasta en juego. Refrán: De mal maestro no sale discípulo diestro.

martes, 20 de marzo de 2018

¿Quién puede matar a un niño?

Cuando los conocidos sucesos del pasado domingo se iban desencadenando me vino a la cabeza la película ¿Quién puede matar a un niño? (1975) de Chicho Ibáñez Serrador. El filme comienza con serie de fotografías de adultos maltratando a niños y una pareja británica que las contempla con perplejidad. Ella está embarazada. Van a pasar sus vacaciones a una isla del Mediterráneo. Una vez allí, los dos turistas descubren que no vive ningún adulto, que en el hotel nadie les espera y todo está plagado de unos misteriosos niños. Al final un pescador, el último adulto superviviente, les cuenta en pleno shock que han sido los pequeños los responsables de la matanza de todos los habitantes de la isla y que nadie pudo hacer nada porque a los niños no se les puede hacer nunca daño.

Al margen de esta boutade del maestro del terror, llevo dándole vueltas a las motivaciones que llevan a cualquier ser humano a matar a otro, y menos a matar a un ser indefenso, que sólo puede inspirar ternura o buenos sentimientos. También pienso en los padres de ese niño asesinado, de ese pequeño pez devorado por otro pez más grande y que sólo pensaba en sí mismo. Otro aspecto que me molesta son los tuits de apoyo de los políticos. Todos se apuntan a la condolencia, pero yo quiero menos pésames y que se pongan a trabajar en leyes que disuadan o pongan coto a estos comportamientos criminales. Menos tuits y más trabajar.

Finalmente, me quito el sombrero ante los profesionales que cubrían el caso y que, aun sabiendo de las sospechas sobre quién era la presunta asesina, dejaron hacer su trabajo a los cuerpos de seguridad del Estado, que finalmente pudieron desenmascararla. Había en el asunto un tufo extraño, una sospecha de caja llena de gusanos que solo podía abrirse desde dentro. Esperemos que estos días el asunto no se convierta en El Gran Carnaval de Billy Wilder. Refrán: Todas las personas mayores han sido niños antes. (Pero pocas lo recuerdan). Antoine de Saint Exupery.

Radiografía de un instante almodovariano

La machacona, 1995. Pedro Almodóvar visita Cáceres, el territorio de su adolescencia, el espacio donde el cine pasó de pasión a vocación, viendo dos películas cada fin de semana como explicó el pasado sábado cuando recogía el Premio de Honor del Festival Solidario de Cine. Al fondo, un escenario underground: un cartel de la exposición ‘Obras de arte para gente arruinada’, una caja de cervezas Coronita, y un calendario de Kabaret Group. Es un camerino improvisado y se distinguen unas zapatillas de baile colgadas, junto a bolsas de plástico. Junto a él, se enciende un cigarro su acompañante, con un ademán algo desafiante. Al fondo, en el espejo, se ven reflejados los autores de la instantánea en blanco y negro, el fotógrafo Javier Caldera y el periodista José Ramón Valdivia. Se han enterado de que el cineasta está esa madrugada en Cáceres y han ido en busca de una exclusiva. Aún no es un director de fama internacional, pero ya ha rodado La ley del deseo o Átame. Después vendría Todo sobre mi madre y el reconocimiento planetario del realizador con raíces extremeñas.
Esta es una de las muchas imágenes para la historia que se conservan como un tesoro en el archivo de El Periódico Extremadura, que este año cumple 95 de trayectoria. Fruto de una gran inquietud periodística, es testimonio fehaciente de una época, la de los últimos coletazos de lo que se llamó ‘la movida’. Los profesionales de El Periódico Extremadura estaban ahí, como lo están todos los días para que no se escape nada de la realidad que nos rodea y llevársela a los lectores.
Todos hemos cambiado. Todos hemos crecido. Almodóvar luce ahora su abundante pelambrera totalmente canosa. En sus gestos y su discurso el paso de los años se adivina. El festival al que asistía hace un cuarto de siglo ya no es cultura callejera de fanzine sino un gran acontecimiento. Hemos mejorado en muchas cosas, pero aún nos queda a todos mucho por hacer en esto de la cultura. Refrán: Si dejas que pase el tiempo sin hacer nada, pronto te darás cuenta de que solo vas a vivir una única vez.

martes, 6 de marzo de 2018

Trasteros y algoritmos

En plena era de ciega adoración al algoritmo uno siente vértigo por la monitorización a la que se somete nuestro día a día. En San Fernando de Henares, Madrid, hay un equipo de ingenieros de Indra que trabaja las 24 horas del día para convertir los datos que regalamos a internet en información útil y, sobre todo, rentable para las multinacionales. Muchas veces pienso que si un like en Facebook es oro, qué no darían estas empresas por saber lo que atesoramos en nuestros trasteros o lo que guardamos en cajas cuando hacemos una mudanza.

Desde que llegué a Cáceres hace más de 25 años tenía solo una maleta con algo de ropa y una mochila. Cuando mi estancia se prorrogó se sumaron mi guitarra, otra maleta con más ropa y un equipo de música. Cada mudanza fue añadiendo cajas, de tal manera que resolví que toda mi vida era en realidad aquellas cajas donde guardaba cosas que consideraba valiosas para mí.

Este pasado fin de semana mi pareja ha pronunciado unas palabras que me han dado escalofríos: «Hay que arreglar el trastero». ¡Lo que pagarían en Google por conocer sus misterios! Aparte de un cajón flamenco, destacan dos jamoneros, una edición del Libro Rojo de Mao, un poster con un ovni con la leyenda I want to belive, unos herrajes para sostener macetas, miles de folletos de Fitur, las esterillas de la playa, un amplificador viejo, maletas de distintos tamaños llenas de sábanas, una goma gigante con el lema Borrando rayas, películas en VHS, aparatos de gimnasia, merchandising cuya contemplación provoca unos segundos de placer, urnas de acuarios, gorras y ropa usada.

Me gustaría saber qué va a hacer Indra con esos datos ahora hechos públicos. Seguro que algún ejecutivo en un despacho se está frotando las manos mientras diseña un producto del que voy a sentir la necesidad de adquirir imperiosamente… Para después guardarlo en el trastero y que años después les sirva a otros directivos para hacerse de oro. Refrán: Al que organiza su trastero, se le mide bien el rasero.