martes, 20 de diciembre de 2016

Belenes

La locura parece haber llegado para instalarse entre nosotros en estos tiempos de tribulación. Esta ola de lo políticamente correcto está volviendo medio lela a gran parte de la población. Y ahora parece que le ha tocado el turno a los belenes.

¿Qué daño puede hacer un belén? Es parte de nuestra cultura, cristiana, pese a quien le pese. Ahora en aras de un laicismo talibán --que no puede entenderse sino desde un profundo desconocimiento de quiénes somos y de nuestras raíces-- hay espacios donde se prohíben los belenes. Así lo ha hecho un colegio de Elche, que ha pedido a las familias de los niños de 3 años que lleven un ‘adorno laico’ al aula con motivo de la Navidad. Es como si un padre de familia pidiera que su hijo haga ‘la comunión por lo civil’.

Ahora hay algunos padres que hacen indicaciones a los colegios para que sus hijos no participen en las representaciones habituales de estas fechas como los belenes vivientes. ¿A qué le tienen miedo? ¿Cuál es el perverso mensaje que no quieren que se les inculque a sus hijos? El belén no es más que la representación de un misterio. De hecho, así se le llama en Andalucía a lo más importante de ese humilde, sencillo y hermoso gesto: un padre, una madre y un niño recién nacido, todos en armonía. Las disquisiciones religiosas pueden quedar al margen. Si la costumbre de poner un belén en casa fuera americana el mundo estaría lleno de ellos. Ah, pero resulta que es algo muy español y eso ya a algunos ya les suena mal y lo tachan de ‘cristofascista’. A mí, los belenes me inspiran ternura y me hacen recordar escenas de la niñez, emotivas, en ocasiones con familiares que ya no están. En Sevilla hay estos días hasta una Feria del Belén que añade un atractivo turístico más a la ciudad. Encima genera movimiento económico. Yo ya tengo el belén puesto. Y lo pienso defender, aún a riesgo de que me llamen algo muy feo. Refrán: No alabes ni desalabes hasta siete navidades.

martes, 13 de diciembre de 2016

¿En quién podemos confiar ahora?

Todo parecía un cuento de Navidad. Una historia que tenía pinta de acabar bien gracias a la generosidad de todos. Sin embargo, las tornas han cambiado drásticamente. Me refiero al caso de Nadia, la pequeña aquejada de un extraño mal que nos arrebató el corazón y que su padre llevó de plató en plató de televisión con afán recaudatorio.

Al final, parece que el sistema medio funciona y el gol que nos habían colado por toda la escuadra a cientos de periodistas de todo el país no significó que la mentira había ganado el partido. El periodismo salvó al periodismo, afortunadamente.

Ángela Bernardo, de Hipertextual, y después Manuel Ansede y Elena Sevillano, de El País, fueron los primeros profesionales de la información que decidieron ir más allá del relato de los hechos. Ahora es fácil decir que el discurso del padre de Nadia, Fernando Blanco, era inconsistente e increíble. Muchos, por no decir todos, creyeron una bonita historia que la realidad se encargó de estropear.

¿Ahora en quién confiamos? Son muchos los relatos que nos conmueven y son muchas las personas que lo están pasando realmente mal, viviendo auténticos dramas cotidianos. Y muchas veces nosotros, nuestra mala conciencia, o nuestra generosidad nos lleva a dar dinero para paliar esas situaciones de dificultad. Pero tras el caso Nadia nos lo vamos a pensar los ciudadanos mucho más. Es una pena, porque al parecer en cuatro días, el padre de Nadia había recaudado lo mismo que en años se dedica al estudio de Enfermedades Raras.

Ahora vienen las medias verdades, las mentiras a medio cuajar, que si se ha exagerado, que si todo era verdad salvo un par de detalles, las detenciones… El resultado es que los ciudadanos hemos perdido la inocencia, la prensa ha perdido credibilidad y una niña se ha puesto en el foco mediático hipotecando su infancia para siempre. Refrán: La verdad, permanece, la mentira, perece.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Cambio de chip de la banca

No voy a señalar a ninguna entidad financiera en concreto, porque la mayoría ya se ha apuntado a la moda del ‘cibercajero’. Con ello han cambiado drásticamente el modelo de relación con el cliente.

Eso de tener la sucursal bancaria en el barrio donde te atendían con más o menos diligencia está pasando a la historia. Se están cerrando a mansalva y sustituyendo por unas oficinas sin personal donde en un cajero automático muy moderno se realizan ingresos y pagos, amén de otras operaciones.

Me temo que el factor humano en la banca ha desaparecido casi por completo. A mí me gustaba tener a alguien enfrente, saber quién hacía los apuntes y a quién podías preguntar o reclamar. O incluso, en sueños, echarle una filípica.

Ahora, en las pocas oficinas donde hay personal tienes que sacar número como en la carnicería, pero no es un recibo, sino una especie de silogismo matemático. Entonces te toca ‘ir al cine’. O sea, esperar ante una pantalla que aparezca ese galimatías que se supone te indica la mesa correcta. Y yo me pregunto ¿Y eso lo puede hacer una viejecita o un cliente de edad avanzada como es el perfil de una gran mayoría? Me temo que por mucho que nos expliquen cómo se maneja un cibercajero automático muchos no van a saber su utilización correcta. Hace poco vi a un padre ya anciano pidiéndole a su hijo que sacara del cajero 15.000 pesetas… Todavía pensaba en pesetas, imagínense… No se sabía ni el número PIN ni el código PON, ni nada. El resultado fue que el cajero se quedó la cartilla y el señor mayor sin efectivo para su día a día. Una pena. Creo que es un error esta política de banca impersonal, automatizada y cruel con los mayores, que no tienen por qué saber informática. Solo han pensado en beneficios, aquilatar costes, aligerar personal y al cliente que le vayan dando. Así de claro. Refrán: El dinero al ignorante, lo hacen necio y petulante.