martes, 7 de noviembre de 2023

Cáceres ciudad sonora

Las ciudades tienen su propia música, ese ritmo interior que marcan los metrónomos hundidos en sus aljibes

Las ciudades antiguas sueñan con el mar y piden a los viajeros ofrendas de conchas, estrellas y gelatinosas algas verdes para restañar los siglos de silencio que erosionan sus adarves. Parece que sus piedras palpitan acompañando el rasgueo de una guitarra en la mañana luminosa, el melismático quejido del cantaor espontáneo, o los doce compases del blues que llegó desde un lamento azul nacido en el Misisipi profundo. Las ciudades -y Cáceres no es una excepción- tienen su propia música, ese ritmo interior que marcan los metrónomos sumergidos en sus aljibes, las lápidas de astronautas del pasado en los museos, o las desvencijadas gárgolas que son trasunto de las hazañas de quienes cruzaron ese añorado mar primigenio.

Allí, sobre los tejados del corazón de la ciudad, maullidos quejumbrosos y crotoreos de apareamiento acompañan a los transeúntes, ajenos al tráfago y a las exigencias urbanitas. Cáceres, ciudad sonora, acompasa al caminante con la cadencia de un arrullo materno, y le guía entre las plazas de Santa María y San Jorge, buscando el ritmo seguro de sus fósiles atrapados en las canterías milenarias.

Sí, Cáceres es un vals, con sus dos tiempos suaves y uno fuerte y asincopado, que hay que bailar mirando a sus ojos de agua antigua, consciente de que está tan hecha a la medida del hombre que la lluvia, las procesiones, la música o el teatro siempre la desbordan. Sin ese swing, sin ese tempo medio y rápido tan adictivo, los moradores de la ciudad caminaríamos desnortados, desprovistos de nuestro reloj interno, de esa deliciosa y atávica condena que nos devuelve al centro tonal de su canción medieval, atrapados en una melodía encadenada, que nos tiene in aeternum embelesados por una belleza que nos es imposible de comprender o de atrapar solo con la mermada red de nuestras pobres palabras.