miércoles, 4 de junio de 2014

Todos somos niños perdidos de la feria

La feria de Cáceres ya no es una estampa costumbrista en la que las familias compraban las bestias con las que trabajar la tierra en verano, sino un río de vasos de plástico por el suelo, el ruido ensordecedor de la machacona música de las casetas y una calle en la que vendedores ambulantes procedentes de todo el mundo palian su miseria con artículos de imitación. Todo eso contrasta con la alegría de la marabunta humana que durante cuatro días llena el recinto ferial en busca de algo para desconectar con la dura realidad, ya sea el alcohol, el baile o el contacto con los amigos. Recuerdo mis ferias de antaño, con un enorme bocadillo de tortilla en la mano que me duraba casi todo el día. En aquel tiempo parecía que la feria te vacunaba contra el tedio de todo el año y que allí la felicidad se bebía a grandes sorbos. Siempre había un niño perdido en la caseta municipal y se anunciaba por megafonía. Era como una parte esencial del ritual lúdico. A veces lo miraba furtivamente mientras él lloraba desconsolado en una esquina junto a un policía municipal, esperando a que sus padres aparecieran. Con el tiempo me he dado cuenta de que ahora soy ese niño perdido de la feria, que no encuentro mi espacio en el caudal humano, y me acuerdo de aquellos que antes se divertían junto a mí y ya no están, una cifra que desgraciadamente aumenta cada año. Entonces caigo en que nuestro concepto de alegría se construye sobre añoranzas de una infancia pegada al polvo de nuestros viejos zapatos. Refrán: Cada uno habla de la feria según le va en ella.