He aprovechado el pasado día festivo para ponerme al día en
términos relacionados cuyo significado no tenía muy claro. Así, me he dado
cuenta de que la tan traída y llevada ‘posverdad’ ha existido toda la vida. La
‘posverdad’, a mi humilde entender, no es más que la verdad a medias, el bulo,
el embuste sutil, el equívoco del que se aprovechan algunos, la falta de
respeto a la verdad, las mentiras a medio cocer, lo que de toda la vida de Dios
se ha llamado mentira. Vamos, la trola. Ahora con un prefijo latino algunos
gurús de la comunicación nos quieren hacer tragar con sus particulares ruedas
de molino, fabricadas a base de fraudes en el laboratorio de la consultoría.
El periodista tiene que luchar con las presiones de los
poderes económicos y políticos, y con las fuerzas internas del medio en que
trabaja. Antes los ‘tirones de orejas’ venían de las escasas cartas al
director. Ahora la opinión de los lectores se articula en comentarios en los
que, tras el anonimato, se esconden frustraciones, odios africanos, cuando no
inquinas directas hacia el redactor.
En la era de la ‘posverdad’ ha nacido la ‘poscensura’, un
miedo que a veces surge entre los redactores cuando escriben pensando en no
levantar las iras de la legión de trols que, azuzados por intereses partidistas,
se dedican a agitar los ventiladores de los comentarios para llevarse el ascua
a su sardina. O también cuando los redactores escriben para agradar siempre a
su caterva de palmeros.
Ahora todo el mundo se ha convertido en medio de
comunicación. El ciudadano no distingue entre el bloguero, el informador, la
web, la opinión de un trol, del Periscope o el periodismo auténtico. En ese río
revuelto la gran víctima es la verdad, convertida en ‘posverdad’ y ‘poscensura’,
no vaya a ser que alguien se moleste y te mande a los columpios con un
comentario malintencionado en la red de redes. Refrán: Con el tiempo, es mejor
una verdad dolorosa que una mentira útil. (Thomas Mann).