Últimamente los sacerdotes de la Iglesia Católica acaparan
los titulares de prensa. Y no por buenas noticias: Pederastia, abusos,
condenas, problemas con la Justicia… No es de extrañar por tanto que una gran
parte de la sociedad no quiera saber nada, ni de la institución eclesial, ni de
quienes la representan con más o menos acierto a pie de calle.
Sin embargo, quisiera acordarme de aquellos sacerdotes de
barrio que sí viven de acuerdo con el Evangelio y que no aparecen en los medios
de comunicación, realizando una labor callada, pero útil y cercana con la
sociedad.
Ha fallecido ‘don Andrés’, el que fuera cura de mi parroquia
en Sevilla. Es curioso como aunque ya el ‘don’ ha caído en desuso sí se le
sigue aplicando a aquellos sacerdotes que tienen para la comunidad donde
trabajan un significado especial. ‘Don Andrés’ no tenía posesiones. Vivía en la
pobreza franciscana más absoluta. Llevaba gruesas gafas de pasta negra, el pelo
alborotado y lleno de caracoles. Comía en los bares. Fumaba como un cosaco
ruso. Estaba en contacto con la gente y sus problemas en un barrio donde campa
la droga y la miseria y, si podía, les auxiliaba.
Todas las navidades me regalaba un ejemplar del Evangelio
Comentado con una dedicatoria garrapateada e ininteligible. Ayudó a mi madre a
morir en paz. La labor de estos sacerdotes pasa desapercibida y me parece muy
injusto que así sea.
Parece que en El Salvador se quiere reabrir el caso del
asesinato impune de monseñor Óscar Arnulfo Romero, ahora beato de la Iglesia
Católica. Lo asesinaron paramilitares (o sin el para) el 24 de marzo de 1980 en
la capilla del hospital para cancerosos La Divina Providencia, mientras
celebraba la eucaristía, por incitar a la rebeldía de los campesinos contra la
explotación y la pobreza. Este año se celebra el centenario de su nacimiento.
Sería estupendo que la efeméride coincidiera con que se haga justicia con él.
Refrán: Cura de aldea mucho canta y poco medra.
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