Nuestros terminales móviles se han convertido en auténticos chivatos de todo cuanto hacemos. Están en constante alerta, escuchando nuestras conversaciones, nuestras opiniones y nuestras preferencias como consumidores.
Antes incluso de hacer una búsqueda en internet ya me aparecen en los espacios dedicados a la publicidad el coche que querría tener, la guitarra que me gustaría tocar y dónde quiero ir de vacaciones. Yo no sé si tendrá algo que ver en que mi teléfono sea de esa marca a la que EEUU ha vetado, pero algo debe haber.
Ahora no podemos vivir sin el móvil, que es poco más o menos que como tener un terrateniente o un señorito cortijero en el bolsillo. Te desea un buen día, te piropea, te recuerda que no has andado lo suficiente, o te dice -como es mi caso- constantemente el nombre de mi suegra. Y lo peor es el lugar de privilegio que le hemos dado en nuestra vida. Incluso lo colocamos amorosamente en nuestra mesita de noche, junto al vaso de agua y al santo de nuestra particular devoción.
A veces estoy tentado de mentirle, de hacerle creer que no soy quien soy, pero es imposible. Quienes nos vigilan saben perfectamente nuestras apetencias y condición social, y no les vamos a hacer cambiar de opinión.
Parece que en esto del big data cuenta todo: la hamburguesa que se come un texano a la pizza que pide un cacereño a miles de kilómetros. Todo se almacena, se contabiliza. De hecho, ya ha habido una condena a la LaLiga de fútbol por escuchar el móvil de 50.000 españoles y averiguar a qué bares iban a ver el partido de fútbol. Ya no hay vuelta atrás. Esto es imparable. Saben a dónde vas a ver el partido y el teléfono de tu suegra. El paso siguiente no lo quiero ni imaginar, pero no va a tardar en llegar como no nos rebelemos pronto.
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