martes, 18 de diciembre de 2012

La profecía maya



Cada día que pasaba la luz de su mala estrella se hacía más grande. Acuciado por la enfermedad, por las deudas y por el desánimo se prometió a sí mismo que no volvería a pasar hambre y ese gesto le recordó a una vieja película, lo que le hizo sentirse aún más desgraciado: tenía el cenizo y además era poco original. Sin trabajo, sin amigos y sin ningún aliciente pasaba las horas dando paseos, buscando ofertas en los supermercados, dando vueltas como un perro desabrido y fúnebre, perfectamente hecho a los pliegues de su gabardina. Ni siquiera la televisión le proporcionaba esa dosis de dopante irrealidad que a algunos atonta para afrontar el día a día. Dejó de afeitarse. Dejó de comer. Dejó a su mujer y a sus hijos. Dejó su casa. Dejó de creer en nada o casi nada. Solo tenía en la cabeza la profecía del Fin del Mundo Maya. A medida que se acercaba la fatídica fecha, su corazón y sus funciones vitales se iban apagando, deshaciéndose como la nieve al sol. A menudo se escondía entre los árboles de los parques, queriéndose hacer un ovillo, en posición fetal, como si la muerte que presentía le hiciera nacer de nuevo. El 20 de diciembre, cuando anochecía entre los edificios de la ciudad, eligió un banco vacío de la plaza. Compró un cartón de vino López Morenas y fue bebiéndoselo a sorbos, directamente del envase, ante la mirada de los que pasaban. Cerró los ojos como si nunca más fuera abrirlos y creyó oír una antigua nana que le cantaba su madre. Cuando amaneció se sintió el ser más afortunado del mundo y volvió a su casa silbando. En el portal, un vecino le dijo que se alegraba mucho de volver a verle. Una vez dentro del piso buscó como loco su escopeta de caza y la cargó con dos cartuchos rojos del 22. Refrán: Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos.

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