martes, 22 de octubre de 2013

Entregar la escopeta

Cuando el veterano cazador fue a entregar su escopeta al puesto de la guardia civil porque ya era demasiado mayor se acordó de su padre limpiando los cañones con varilla en el patio de la casa del pueblo. El, aún niño, jugaba con los cartuchos, entonces de cartón, y le gustaba su olor a pólvora quemada. Creció un poco más y se entretuvo las tardes de invierno en casa rellenando los cartuchos con la máquina que prensaba los perdigones. Después fue secretario --o al menos eso le decía su padre-- muchos años, oteando palomas, moviendo el cimbel, perdices, conociendo el rastro de conejos y liebres y recorriendo el monte y los ríos cercanos. Y fue creciendo. Y su padre le regaló cuando tuvo edad la primera 'pajarera' con la que pasó muchas tardes de verano, disparando a latas y cartuchos vacíos. A los 18 años su padre le tenía ya comprada una del 11, para que fuera empezando. Cuando mató su primera liebre volvió corriendo a casa, dando voces entre los olivos con una alegría insospechada en él. Después, su madre le quitó la pellica y la hicieron con arroz. El sabor de aquel plato nunca se le olvidó, ni el diente que casi se le parte tras morder uno de los perdigones. Fueron muchos lances en el monte, madrugadas de aguardo y espera al cochino, de conocer la naturaleza, y muchos días en los que no disparó un cartucho. Pero ahora, un hombre mayor, ya no se sentía con fuerzas para esas largas caminatas ni los rigores del frío en la mañana. Cuando en el puesto de los guardias entregó la escopeta y agujerearon sus cañones sintió cómo si le traspasaran a él su propio corazón. Refrán: Perro de buena raza, hasta la muerte caza.

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